jueves, 17 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 5 de 6)


CAPÍTULO QUINTO


Debía de haber estado lloviendo durante toda la noche para que todo estuviera tan mojado. Al bajar a desayunar al bar, Pier había encontrado verdaderas dificultades para atravesar algunas de las calles por estar totalmente inundadas. Otras, formaban auténticos ríos en los lugares de más pendiente. Afortunadamente, el malhumor con que se había ido a la cama la tarde anterior por no haber sido capaz de aprovecharla de mejor forma, se había ido diluyendo con el agua gracias al paseo matutino, durante el cual, las ideas se le habían ido refrescando tras el desayuno.

Ahora, mientras hacía repaso del trabajo realizado la mañana anterior, el ánimo había sido recuperado y convertido casi en euforia. Comprobó sobrecogido que no solo había pintado los cinco bocetos preparados durante la excursión a la montaña del castillo, sino que, en un alarde pocas veces protagonizado de inspiración y verdadera demostración de capacidad artística, habíase dejado llevar de la mano de las musas —aliadas suyas en más de una ocasión— y había versioneado libremente algunos de los lugares visitados y de los que no había tomado más apuntes que los mentales. Se encontró, después de una memorable jornada de trabajo, con un total de trece óleos totalmente terminados (todo el material que había traído en el coche), siete más de los que había preparado previamente. Y lo más asombroso; había dejado de pintar por la falta de material que lo había sorprendido en medio del fragor de aquella sublime actividad.

Pensando en salir a por más material a alguno de los pueblos algo más grandes de los alrededores (en ese pueblo sabía que no podía ni encontrar la prensa a menos que la encargara de antemano en uno de los bares de la pequeña plaza de los árboles), se le ocurrió que podía pasar por casa de Claudia y proponerle un almuerzo íntimo en algún lugar en que pudieran pasar totalmente desapercibidos. Eso en ese pueblo, ya era algo imposible de conseguir.

Aquella podría ser una inmejorable oportunidad para tratar de averiguar algo más acerca de ella. Tal y como habían quedado las cosas durante la última charla…

A Claudia pareció gustarle la idea, pues aceptó casi sin dejarle terminar la propuesta. Lo cierto es que eran más bien escasas las oportunidades que tenía Claudia de salir de su casa, y menos aún del pueblo. Su madre no se encontraba en casa en ese momento, quizás eso también había ayudado.

Pier esperó fuera mientras ella entraba a ponerse algo de ropa. Le había abierto la puerta con tan sólo una camiseta de anchas mangas y lo suficientemente larga como para dejar visibles sus bonitas rodillas. A él le había parecido que estaba encantadora de aquella guisa, pero ella, riendo le había insistido en que podrían haber tenido problemas de haberse paseado así por algunos lugares. Cuando volvió a salir Pier se quedó encandilado contemplando a aquella mujer que, se pusiera lo que se pusiera, siempre conseguía estar preciosa y apropiadamente femenina. Tenía un buen gusto innato y exquisito.
—¿Te parece que voy mal? —le había preguntado notando que la miraba descaradamente.
—¡Qué dices! Todo lo contrario, estas…preciosa.
—Vamos, no exageres. También querías que saliera sólo con la camiseta.

Pero de la misma manera que Pier se había encandilado al verla aparecer por la puerta, ahora era Claudia la que se quedaba deslumbrada ante la presencia del espectacular coche de su amigo.
—¿Este es tu coche? —le preguntó desconcertada.
—Si, ¿qué tiene de malo? —le contestó divertido.
—¿De malo? ¡Es auténtico!

Parecía una adolescente a la que hubieran dado rienda suelta en una tienda de ropa de moda. Lo cierto es que Pier, en vista de que el tiempo parecía escampar, había quitado la capota de lona blanca y había dedicado su buena media hora a dejar el coche lustroso. El bien conservado Playmouth del 57 lucía orgulloso e imponente sus brillantes colores característicos, rojo y blanco, y los destelleantes cromados destacando sobre la tapicería de piel color marfil. Bajo los primeros rayos de un sol que se filtraba entre las últimas nubes rezagadas, el clásico automóvil de la factoría de Detroit aparecía deslumbrante.
—No vamos a pasar desapercibidos precisamente, —sonrió Claudia— pero me encantará subir en él.
—Bueno, me alegro, porque no he traído más coche que este.

Claudia le aconsejó en qué pueblo sería más probable encontrar lo que buscaba, y le indicó el camino hasta allí. Después de cargar el maletero con diez telas de varios tamaños, buscaron un lugar donde almorzar y lo encontraron en una calle bastante amplia, después de cruzar un puente de un carril que dividía el pueblo en dos y que salvaba el desnivel espectacularmente profundo de un riachuelo pobremente caudaloso. Aparcó el coche en la misma puerta del bar, a fin de poder controlarlo, y entraron a sentarse en una mesa junto a la pared del fondo. El sitio era fresco, tanto como antiguo. A Pier le gustaban los lugares donde podían apreciarse las huellas y costumbres de un pasado arcano y misterioso.
—Me encantan estos bares tan antiguos. —dijo Claudia— Son tan sugestivos.
—Vaya, —se sorprendió Pier— estaba pensando lo mismo.
—Entonces es que he acertado en la elección.
—Plenamente. —Sonrieron.

Pier se sentía completamente feliz. Hasta ahora había ido desarrollandose casi todo como si obedeciera a un plan perfecta e infaliblemente trazado. Había tratado por todos los medios de no caer en ese error fácil de planearlo todo hasta el último detalle (sin lograrlo plenamente), que le habría podido costar serias decepciones. Pero le alegró pensar que todo transcurría como a él le hubiera gustado que sucediese.
—¿Fumas? —le ofreció a Claudia un Lucky Strike.
—Gracias. El que no fumabas eras tú.
—He cambiado… en muchas cosas. —contestó encendiendole el cigarrillo con su Zippo dorado.
—¿Estás seguro?
—¿Por qué lo dices? —quiso saber.
—Bueno, yo no te noto tan cambiado, a pesar de los años que debe hacer que…
—Quince años.
—¿Tantos? —se sorprendió— Vaya, que controlados los tienes.

Pier dió una larga calada a su cigarrillo antes de hablar.
—Puedes creerlo o nó, pero a pesar de todo lo que me ha ocurrido, tanto de bueno como de malo, en todo ese tiempo no he podido dejar de pensar en volver, en venir a este pueblo, con todas las dudas que me asaltaron siempre… —se detuvo a tiempo de no decir algo que deseaba vivamente haberle dicho pero que su conciencia le advertía que podía ser causa de arrepentimiento, por lo que decidió callar, al menos de momento.

Claudia percibió ese silencio forzado, pero no resistió la tentación de preguntarle:
—¿Y a qué se debe tanto interés?

Pier sonrió reflexivo. Miraba concentrado el hilillo de humo azul subir en línea recta para luego formar caprichosas figuras ascendiendo hasta desaparecer. No fue capaz de mirarla a los ojos.
—Hace muchos años —comenzó a decir— algo sucedió, algo que me afectó más de lo que yó hubiera deseado. Alguien se cruzó en mi camino, se instaló en mi cabeza, se adueñó de mi voluntad. Una persona a la que yo no podía ambicionar, no debía. —Hizo una pausa para encender otro cigarrillo. Claudia permanecía sumamente atenta y no intervino— Creo que me enamoré. Si, eso fue lo que ocurrió. Desoyendo los dictados de la razón sucumbí a los deseos de mi corazón. Pero yo estaba comprometido y ella también. Aunque no era ese el principal motivo que la hacía inalcanzable para mí, sino la certeza de que jamás me habría aceptado. No hubo ninguna proposición, ninguna declaración, sencillamente lo sabía. Bien, pues el tiempo, ese maldito que dicen que lo cura todo nunca se dignó a ayudarme.

Pier se quedó esperando ver qué efecto producían aquellas declaraciones en Claudia. De pronto se había visto envuelto en una confesión a tumba abierta y sin posibilidad de enmienda, harto elocuente para él pero de enigmáticas consecuencias. Había descubierto el motivo de su presencia allí y lo que fuera a ocurrir habría de aceptarlo sin ningún tipo de queja ni lamento. Había revelado su juego, sus cartas.

A Claudia el corazón se le había disparado en una loca carrera. Había escuchado atentamente y creía haber entendido. Para ella estaba perfectamente claro quién era esa persona de la que hablaba, tampoco había tratado de camuflar demasiado su identidad. Pero necesitaba saberlo, no podía cometer un error, podría haber un malentendido. En todo caso ¿qué pretendía Pier en realidad? Se sobresaltó ligeramente al oir de nuevo su voz.
—¿Sabes de qué estoy hablando?

Precisaba oírselo decir. Tenía que escuchar qué era lo que quería. Qué buscaba Pier.
—La verdad, estoy un poco confundida.

Notó que a Pier le temblaba perceptiblemente el cigarrillo entre sus dedos. Ella no sabía dónde poner sus manos, tan pronto cruzadas bajo su barbilla como retorciendolas en su regazo, debajo de la mesa.
—Esa mujer eres tu. —le dijo por fin.

A Claudia se le dibujó una sonrisa nerviosa, un gesto fugaz que dió paso a una profunda melancolía. Ahora que ya se lo había confirmado, que sus sospechas habían sido ratificadas, acudió a ella esa serenidad que tan bien la había sabido captar aquel hombre que tenía delante.

En el aparato de música que había junto a la máquina de café sonaba “Piensa en mí” de Luz Casal. Pier pensaba en lo bien que iba esa canción con el momento, las coincidencias que encontraba en su letra. Era como si la providencia atendiera peticiones musicales. Había estado soñando con ese momento durante años, y por fin había ocurrido, en aquel pueblo desconocido para él, en aquel bar de ambiente agradable y propicio. Y aún después de haber sucedido, seguía esperando la reacción de Claudia, que había enmudecido y lo miraba enigmática.
—¿Y bien? —se atrevió a preguntarle.
Claudia arqueó las cejas de forma significativa y en su mirada asomó un brillo de profunda tristeza.
—No sé que decir… no me lo esperaba.
—¿En serio?
—Yo… bueno, no tenía ni idea. Tú nunca diste muestras de…

Pier adelantó su mano derecha y cogió la mano izquierda de Claudia. Estaba helada.
—Ante todo no quisiera hacerte daño. No he venido de tan lejos y después de tanto tiempo para hacer que lo pases mal, para herirte… Si en algún momento crees que debería marcharme, no tienes más que decirmelo.

¿Cómo decirselo? pensó Claudia dedicandole una media sonrisa. ¿Cómo decirle que hubo un momento en que ella sintió lo mismo, incluso la misma sensación de impotencia al pensar que nunca alguien como él podría fijarse en una mujer insignificante como ella? Con el paso de los años, y en la distancia, había terminado por aparcar aquel pensamiento, pero desde su llegada al pueblo, había resurgido de entre las cenizas del olvido. ¿Acaso tenía que ver con ella su presencia allí? había pensado, ¡imposible! Pier nunca había mostrado por ella más interés que el que provoca la amistad. Eso se había dicho, y ahora, acababa prácticamente de declararsele. Y aún le decía que si quería que se marchase.
—No… no quiero que te marches. —le dijo con voz casi inaudible.
—De acuerdo. —sonrió Pier.

Finalmente sólo habían pedido unas cervezas y yá habían terminado con ellas.
—¿Prefieres que nos vayamos de aquí?
—Si, por favor.

Durante el camino de vuelta no hablaron cuanto apenas. Algún comentario superfluo sobre el tiempo o el paisaje. El descapotable corría veloz por la solitaria carretera de regreso al pueblo. El mismo camino que tan sólo cuatro días atrás había recorrido cargado únicamente de ilusiones. Claudia, arrellanada en el asiento de piel parecía sumida en profundas reflexiones. Su cabello flotaba en libertad a merced del viento y a Pier le pareció que estaba más bonita que nunca. Ella no había soltado prenda desde su declaración, por lo que aún estaba sobre ascuas y ansioso por obtener algunas respuestas. Su reacción no obstante había sido de lo más tranquila y sosegada, cosa que todavía le daba algunas esperanzas. Sin embargo hubiera preferido oirle decir cualquier cosa, tanto para bien como para mal. De esa forma sabría ahora mismo a qué atenerse. Con todo, tenía el presentimiento de que algo importante iba a ocurrir aquel día. Y no andaba muy desencaminado.

Entrando al pueblo, Claudia pareció despertar de su letargo. Le dijo:
—Preferiría no ir a mi casa ahora.

Pier, sin apartar la vista de la carretera le ofreció ir a la suya.
—Si, por favor.

Bueno, pensó, aquello superaba todas las espectativas.
—Pero a mi casa hay que entrar con la sonrisa por delante. —bromeó tratando de levantar el ánimo de Claudia.
—Esta bien, —sonrió tímidamente— lo intentaré.

No le gustaba a Pier verla con aquel semblante serio y circunspecto. Tampoco esperaba que una revelación como la que acababa de hacerle la pusiera a dar saltos de alegría, ni tampoco provocarle la ira y el furor, pero aquella actitud precisamente… quizás por ser la más natural no la entendía mucho.

Como Claudia sabía cual era la casa no tuvo que preguntarle, caminaron uno junto al otro, en silencio, hasta llegar a la misma puerta. Pier sacó el manojo de llaves, abrió y entraron los dos.
—¿Quieres beber algo? —le preguntó mientras abría las ventanas para que corriera un poco de aire— ¿Un licorcito?
—¿Tienes de manzana? —pareció animarse Claudia.
—Y de melocotón.
—De manzana, gracias.
—¡Muy bien! que sean dos. —tras lo cual desapareció en la cocina. De vuelta con los dos chupitos encontró a Claudia clavada en medio del salón, con las manos cogidas en la espalda. Pier le tendió el vasito y pensó en chocar su vaso en forma de brindis, pero desechó rápidamente la idea. Todavía no había un motivo demasiado claro de celebración.
—¿Puedo ver lo que estás pintando? —le preguntó de repente Claudia.

A Pier le encantó la idea. Allí arriba estaría en su terreno, podría impresionarla mejor que en cualquier otro lugar del mundo. Sintió el cosquilleo de amonestación de su conciencia reprendiendole por tales pensamientos. ¿Impresionarla? Lo que tenía que hacer era comportarse con naturalidad. Ser él mismo. La artificialidad no era el mejor camino para llegar a ningún lado.
—¿Te apetece? —le preguntó.
—Me encantaría ver dónde trabajas, lo que haces.
—Adelante pues, por aquí. —la precedió escaleras arriba, y al igual que hizo abajo, abrió dos de las tres ventanas de la aldana para que corriera un poco de aire fresco.

El olor penetrante del óleo, el aguarrás y la trementina cautivaron a Claudia, que aspiraba el aire viciado antes de se perdiera en la corriente de aire nuevo.
—Me encanta este olor. —le confesó.
—Es el aroma de que me alimento.

Pier, asumiendo el papel de cicerone, le fue mostrando todos los cuadros pintados en la jornada anterior y comentandole cuáles habían sido los sentimientos que los habían inspirado. Claudia asistía fascinada y emocionada a aquella demostración práctica de arte y sensibilidad que le provocaban un estremecimiento tras otro.

Así consumieron dos horas largas antes de que la conversación derivara de nuevo en la inesperada y sorprendente declaración de Pier durante el almuerzo. Claudia estaba sentada en la banqueta alta de madera que Pier utilizaba más para contemplar los cuadros una vez terminados que para pintarlos. Le gustaba trabajar de pie, sin estorbos, con total libertad de movimientos. Por su parte, él estaba apoyado de espaldas a la ventana desde la que mejor se podía contemplar la profundidad del valle. Rebuscando las palabras más adecuadas para no romper la magia que se había creado entre ellos en las últimas horas, Pier le estaba diciendo:
—Me gustaría que mostraras la misma sinceridad con la que te he hablado yo esta mañana. No me ha resultado fácil hacerlo, así que imagino que a tí también puede que te cueste un poco, pero me gustaría saber qué es lo que piensas de lo que te he contado.

Claudia se removió inquieta sobre la banqueta, buscando una posición más cómoda, como si se dispusiera a pasar un montón de horas allí sentada.
—Bueno, —empezó soltando el aire— si, voy a tratar de ser sincera, contigo y conmigo misma. Puedes estar seguro de que no me va a resultar nada sencillo. No estoy acostumbrada a este tipo de confidencias. Ni siquiera con Hector han sido frecuentes. Eso por no decir que han sido inexistentes. —Hizo una pausa para hinchar sus pulmones de aire y soltarlo seguidamente. Subió los pies al travesaño más alto de la banqueta y rodeando sus rodillas con los brazos, apoyó la cabeza en ellos antes de continuar—. La verdad es que ha sido una auténtica sorpresa. Me refiero a todo eso que me has contado… después de tantos años. Resulta increíble… y a la vez me halaga, por supuesto. Como mujer me complace que un hombre sienta interés por mí, y si se trata de alguien por quien yó siento aprecio y cariño, pues con más razón.

Pier, cruzado de brazos y a contraluz de Claudia, daba la sensación de ser tan sólo una imágen estática, inerte y sin vida, cosa que hacía más facil la exposición de la mujer.
—Cuando te conocí, no me llamó especialmente la atención nada en tí. Me has pedido que te sea sincera…—se disculpó, aunque Pier seguía mudo y sumido en una quietud rara de ver en alguien tan inquieto como él— Sin embargo, a medida que te fuí conociendo un poco más en profundidad, fue hechizándome lentamente tu personalidad, la sensibilidad manifiesta que para mí resultaba palpable y evidente. Aunque me daba cuenta de que nadie parecía percibirla. No era una atracción física lo que comencé a sentir. No quiero decir con eso que me resultases desagradable o algo así, es que era un sentimiento menos superficial, más profundo e importante para mí. Era como descubrir en tí todo aquello de lo que yó carecía y a la vez soñaba con tener, con ser. De haberme dado la vida la posibilidad de elegir, hubiera querido poseer ciertas virtudes y dones de las que tú eras dueño. No sé si fue por esa razón pero a mí me daba la impresión de que me tratabas con una amabilidad, con una ternura que yó atribuía a la perceptibilidad que en tí parecía anidar a flor de piel. La verdad es que a todo esto, yo estaba bastante enamorada de Hector, y lo que luego han sido defectos y carencias que yá por entonces creía adivinar, me parecían demasiado poca cosa como para darle excesiva importancia. Así que era imposible que yó te mirara de otra manera. Sin embargo, con el paso del tiempo, he echado la mirada atrás algunas veces y me ha pasado por la cabeza la idea, ya sé que disparatada, de imaginar qué habría ocurrido si tú y yó… ¡en fin! si hubieramos formado pareja. Y, bueno… lo cierto es que, si he de ser sincera, a veces me dá por pensar que contigo mi vida hubiera sido muy diferente. —se detuvo de nuevo para bajar las piernas y apoyar sus manos en ellas.

Por fin Pier pareció volver a la vida, aunque Claudia no podía verle claramente el rostro en penumbras. Sin más rodeos le preguntó:
—¿Mejor?

Claudia se miraba las manos, las movía un poco nerviosa.
—Es posible, ¿cómo saberlo? Tal vez sólo sea la vieja costumbre de desear todo aquello que no se tiene.

Se había creado una atmosfera cargada de sentimiento, de confianza y de unión a medida que habían ido desnudando sus almas, sus corazones. Ahora, prácticamente habían comenzado a sentir, cada uno a su manera, una atracción remota, el uno por el otro.

Claudia había dejado de lado las formas propias de su estricta educación, de su forma de ser para, al menos por una vez, ser sincera. Quizás en la última oportunidad que el destino le deparaba. Vió como Pier se acercaba en silencio, como flotando a ras del suelo y deteniendose ante ella, le cogía las manos y la invitaba a levantarse. Sus miradas se encontraron y ambos fueron conscientes de lo que estaba a punto de ocurrir. En silencio —no había nada más que añadir— se abrazaron, ella con la cabeza hundida en su pecho y él acariciandole el pelo con delicadeza, la mirada perdida en la penumbra de la pared más alejada. Así permanecieron un momento eterno que jamás iban a olvidar. Luego, Pier cogió amorosamente entre sus manos el rostro de Claudia y la miró a los ojos. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas bordeando las comisuras de sus labios sensuales. Labios que Pier besó con dulzura sin encontrar resistencia. Un viejo sueño se cumplía, y la verdad es que no desmerecía en nada el sabor de aquellos labios, mezclado con la sal de sus lágrimas, tantos años de incierta espera. Aquel gesto tantas veces deseado se convertía ahora en realidad, dando por concluída una etapa en la vida de un hombre.


*** *** ***


“He estado ausente demasiado tiempo, pensaba Pier, ahora resulta que las estaciones climáticas han cambiado y agosto se ha convertido en el mes de las lluvias”. De pié junto a la puerta abierta de la casa miraba, entre la cortina de canutillos de madera descolorida, caer la lluvia y formar nuevos y caprichosos ríos que bajaban descontrolados calle abajo. Llevaba un buen rato allí, sin darse cuenta de que el agua había comenzado a formar un charco a sus pies y de que empezaba a estar empapado por las salpicaduras de la lluvia. No sentía el frío tampoco. Seguía pensando una y otra vez en aquel mágico momento en que se habían besado. Había experimentado un estremecimiento para el que no encontraba palabras. También había notado el de ella. Y ahora, Claudia estaría en su casa, allá a lo lejos, mirando quizás caer la lluvia, como él. No era capaz de recordar cuándo había acabado todo, cuándo la había acompañado a su casa, en qué momento se habían despedido, ni cómo. Esos recuerdos ya no existían, nunca habían sido registrados (¿había sido un error o una mera estrategia de defensa?), tan sólo el momento sublime, cogiendole las manos, abrazandola, besandola. Sin embargo había un vacío en su corazón. Un hueco inmenso que nada podría volver a llenar. Claudia le había explicado que, para bien o para mal, —así había dicho— se debía a su marido, a Hector. Lo quería y él la quería. Era su marido y ella su mujer. ¿Acaso no era cierto? ¿Qué podía hacer? Una profunda tristeza se adueñaba lentamente de Pier anulando, casi por completo, aquel momento de alegría contenida. El siempre lo supo, cómo habría de ser, cómo terminaría todo. Sin embargo había tenido más de lo que esperaba encontrar. ¿De qué quejarse?




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