domingo, 20 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 2 de 6)


CAPÍTULO SEGUNDO


La mañana siguiente amaneció igualmente nublada, gris y fresca; tal y como a él le gustaba. La noche había sido plácida y reparadora. El trasiego y las emociones del día anterior le habían resultado extremadamente duros y afortunadamente había podido dormir toda la noche de un tirón, a pierna suelta. Hacía algún tiempo —especialmente desde que tomara la decisión final de empezar a actuar de veras— que las noches se le estaban haciendo muy cuesta arriba, no lograba conciliar el sueño y había empezado a padecer de los nervios por ese motivo. Ahora, seguramente, la tranquilidad que le daba el pensar que estaba haciendo lo que la conciencia le dictaba —al menos así lo creía— era la causa de que sus inquietas neuronas hubieran puesto un poco de orden en su desajustado organismo. Sólo esperaba que aquella especie de aparente normalidad pudiera continuar el mayor tiempo posible (no aspiraba a que nada fuera eterno, la experiencia le había enseñado que lo bueno no duraba demasiado).

Empezaba a sentirse juiciosamente feliz, a las pocas horas de haber llegado, por cómo habían transcurrido hasta ahora las cosas, y sentado en la cocina ante un frugal desayuno, pensaba en cómo planificar las jornadas de trabajo, su tiempo libre, su vida allí.

Decidió que subiría primero al castillo para disfrutar, una vez más, de aquellos paisajes inolvidables grabados indeleblemente en su memoria y abocetar, en principio mentalmente, las vistas que pudieran resultarle interesantes, y que luego descendería por el lado sur, y tras rodear el pequeño promontorio sobre el que se asentaban las ruinas, bajaría a la casa para tomar los primeros apuntes sobre papel.

A pesar del ansia que sentía por bajar al pueblo y pasear por sus calles, de contemplar como si de un sueño se tratara los lugares ya visitados y revivir acontecimientos ya vividos, la sola posibilidad de encontrarse casualmente con ella, de imaginarla sonriendo frente a él, paralizado e incapaz de mover un sólo músculo, de articular una sola palabra, hacía que la frágil seguridad que Pier tenía en sí mismo en esos momentos, se tambalease de forma alarmante. Aún siendo el fin mismo de su viaje aquello que tanto temía y que, a la vez, tanto deseaba, era profundamente consciente de que debería meditarlo bastante todavía antes de intentar forzar alguna aproximación, algún encuentro fingidamente casual.

Terminó de desayunar, cogió una manzana roja del frutero de mimbre que había sobre el banco de la cocina y salió de la casa. «Esta mujer ha pensado en todo» sonrió, frotando contra sus vaqueros la ya de por sí brillante manzana, satisfecho de que la casera hubiera tenido el detalle de llenarle la nevera y dejarle gran cantidad de fruta.

Una vez arriba, se sorprendió gratamente de encontrar todo aquello prácticamente tal como lo recordaba, como si allí el tiempo se hubiera detenido todos aquellos años. Había pasado ciertamente mucho tiempo, y aunque descubrió que habían realizado algunas pequeñas excavaciones ampliando las esparcidas ruinas del castillo, el resto no había cambiado un ápice. La misma pendiente alfombrada de florecillas amarillas le habían conducido allí, a través del mismo bosquecillo de pinos que aparecían en algunas de las fotos de sus antiguas excursiones. Y bajo aquel cielo tenebroso y amenazador, salpicado de relámpagos lejanos y mudos, las difusas montañas sembradas aquí y allá por pequeños pueblecitos y diminutas aldeas. Todo igual que siempre. Aquello le reconfortó, había alimentado, inconscientemente, la descorazonadora impresión de que cuando volviera nada iba a ser igual, y al menos físicamente, nada había cambiado.

En ese inicial paseo, y a pesar de sus primeras intenciones –de carácter profesional–, no se fijó con demasiado detalle el los paisajes que pudieran servir de modelo para sus pinturas. Caminó ensimismado en los recuerdos que evocaban aquellos parajes, aquellos lugares que durante tantísimo tiempo había luchado por mantener frescos en su memoria. Disfrutó de aquellas emociones que le producían el hecho de estar allí otra vez, pisando aquella tierra antes pisada, respirando el familiar aroma de aquel aire característico, evocador. Y pasó todo el tiempo tratando de adivinar qué es lo que ocurriría cuando, inevitablemente como iba a ser, se encontrara con ella, con Claudia. Lo había soñado miles de veces, había adecuado a sus deseos de una forma infantil, la manera en que se desarrollaría todo, había trazado cientos de planes, pero ahora que estaba por fin allí, tan cerca de ella, se sentía desesperadamente vulnerable y le resultaban pueriles todas aquellas elucubraciones anteriores.

Con esa congoja que no era capaz de eludir al pensar en todo aquello escrutó, desde su posición privilegiada, las distintas calles del pueblo que a esas horas de la mañana comenzaban a hervir de gente después de una noche de fiesta. Tomó como punto de referencia el campanario, que tan latoso llegaba a hacerse con su reproducción electrónica de las campanadas de los cuartos, las medias y las horas, por medio de altavoces estratégicamente situados, lejos del alcance de algunos vecinos malintencionados e iracundos. Partiendo desde su base misma y extendiendose hasta las afueras, en las dos direcciones, la calle mayor, centro neurálgico de la vida del pueblo. Y presidiendo la arteria más importante, el bar Castro, convertido ahora además en hotel. Lugar que le había recomendado la casera sin tan siquiera imaginar que algunos de los momentos más felices en la vida adolescente de aquel personaje famoso, habían transcurrido entre las paredes de aquel acogedor recinto. Sus pensamientos volvieron a conducirle hasta Claudia y una sonrisa de dibujó en sus labios. Se preguntó si sería capaz de reconocerla desde allí arriba, viendo cruzar la calle a una mujer con una cesta bajo el brazo, que bien habría podido ser ella.

Sentado en una roca milenaria de la ladera del castillo, viendo el pueblo y a sus habitantes como desde el cielo, se sintió mucho más seguro de lo que en realidad estaba. Era profundamente consciente de su miedo, y lamentó que aquella sensación reconfortante tuviera que desaparecer cuando bajara de allí. Por primera vez, desde que había llegado al pueblo se encontró buscando afanosamente con la mirada la casa de Claudia. Sabía donde se encontraba, había estado en ella, ¿cómo olvidarlo? Por detrás del bar Castro, una callejuela sombría y siempre húmeda que conducía a la plaza de los arboles, a la izquierda, bordeando el deteriorado edificio amarillo que hacía las veces de biblioteca y de hogar del jubilado, bajaba hacia las afueras y en medio de un breve bosque de pinos muy altos y frondosos, allí estaba. Pero también sabía que un edificio de tres plantas relativamente nuevo, obstaculizaba su visión desde donde él estaba sentado, alla arriba. Lejos de entristecerle aquel hecho, esbozó una resignada sonrisa; nunca pudo verse su casa desde allí.

Mientras bajaba por donde la hierba pisada formaba un sendero, recordó que había subido con la intención de preparar algo de trabajo y que regresaba con las manos vacías. De nuevo sonrió para sí. Aquel no iba a ser un tiempo desperdiciado pasara lo que pasara. Lo que fuera a ocurrir iba a quedar grabado en su memoria permanente e indeleblemente. Seguro que si.

A mediodía comió en el bar Castro. No habría podido hacerlo en ningún otro sitio; formaba parte de su pasado, de la historia que le había tocado vivir y de la que deseaba seguir viviendo. Pero no se le hubiera ocurrido jamás —ni los quince años transcurridos habían sido capaces de hacer que se acostumbrara a ello— que en aquel pequeño pueblo hubieran podido oir hablar de él. La dueña de la casa que había alquilado debía de tener mucho que ver, sin duda, el ello. El caso es que, durante toda la comida, no dejó de sentir las poco disimuladas miradas que, la cada vez más concurrida clientela, dirigían a su persona, ni de escuchar el murmullo de sus comentarios: «¿Has visto quien es ése? ¿Ese? ¿Quién? ¡Joder, pero que poca cultura que tienes! Es Pierre Monroe. ¿Y quién coño es es Pierre como se llame? Un artista de esos, joder. ¿Un artista? ¿De qué? Pues…¡un artista, joder! ¿Que más da?». O bien: «…que me lo ha dicho la Aurora, la cuñada de Pilarín, que pinta…¡Mmm! No esta nada mal, ¿y dices que es soltero? O viudo, yo que sé. Se llama Pier…Morse. …y ha venido solo…que viene a pintar el pueblo. ¡Pues ya podía venirse a pintar a mi casa! Ja, ja, ja…».

Supo, que a esas horas, todo el pueblo debía tener conocimiento de su presencia allí. Aquello, en cierto modo, le halagó. Y supo reconocer el valor de aquel medio de comunicación tan veloz, económico y eficiente, que podía servirle de ayuda para el mejor desarrollo de sus planes. Sin embargo le preocupó que todo transcurriese a demasiada velocidad. Todo buen plan llevaba su tiempo. Había tenido la esperanza de poder vivir en el anonimato algunos días antes de que nada ocurriese. Bien, no había sido así, y no le quedaba más remedio que aceptarlo.

Mientras tomaba el café, con dos cubitos de hielo y una rodajita de limón, como era su costumbre cuando llegaba el calor, se preguntó excitado si habría llegado la noticia de la presencia del misterioso artista a oídos de Claudia. Si habría relacionado aquella visita con él, con ella. Y de ser así, qué estaría pasando por su cabeza. Por sus venas corría desbocada la adrenalina, comenzó a ponerse nervioso. Pensar que, de pronto, pudiera aparecer en la puerta del bar… ¿Que iba a hacer? Era absurdo que él mismo deseara provocar aquel encuentro y luego sintiera un miedo cerval e incontrolado, pero no podía evitarlo.

Pidió la cuenta, pagó y salió eluyendo las miradas que le dirigían desde todas partes, temeroso de encontrar unos ojos que le habían vuelto loco, y que, seguramente, seguirían haciendolo. Hundió hasta sus ojos, tratando de ocultarse de alguna manera, la visera de su gorra de los Pistons de Detroit, que se buen amigo Akim Olayuwon le regalara durante la final de la conferencia Oeste, en Chicago el año anterior, y apretó el paso perdiendose entre las callejuelas que subían hacia el castillo. Era una forma de actuar que le desagradaba sobremanera, y a la que no había tenido más remedio ir acostumbrandose. Ver y no ser visto. Un pequeño tributo que la fama se cobraba, y que podía llegar a echarse de menos si se perdía. Al fin y al cabo —pensó—, aquello era lo que tan afanosamente había estado buscando en su juventud. LLegó a pensar que nunca la alcanzaría, que no estaba predestinado para ello, y sin embargo, cuando las exposiciones se fueron sucediendo y con ellas los premios de la crítica y el reconocimiento del público, el paraíso de las “vacas sagradas” de la pintura, le acogieron en su círculo de privilegiados y le rindieron rápido tributo. La gente le reconocía ahora allá por donde fuese, en muchos paises que él ni siquiera había visitado, en muchos pueblos de los que jamás había oído hablar, en este, en el que le habían podido ver pasear, reir, disfrutar de una buena comida cuando tan sólo era conocido para sus amigos, su novia, que con el tiempo sería su mujer, para Claudia, que no fue ni una cosa ni otra.

Le producía ese contraste una extraña sensación de irrealidad, daba la impresión de que el tiempo no había pasado, cuando él, caminando por aquellas mismas calles, miraba allá arriba, al castillo, y se sentía lleno de dicha, de una sana e infantil felicidad, un hombre libre en aquel lugar en el que era absolutamente desconocido y a nadie conocía. Y ahora le daba miedo levantar la cabeza para mirar, por encima del campanario de la iglesia, hacia las ruinas del mortificado castillo, y ver, de repente, que unos ojos transparentes como las lágrimas que de ellos brotaran, le estuvieran mirando inquisitivos, escrutadores.

Para evitar la aflicción que estaba comenzando a apoderarse de él, caminó las dos últimas calles trazando planes para su trabajo. Hasta ahora era lo único que había estado haciendo; planes.

Pasó la tarde preparando el material, ordenando los colores por familias (siempre había sido muy metódico), colocando los pinceles según la dureza del pelo en dos botes de hojalata que encontró en la misma aldana, montando el caballete y tratando de encontrar la orientación más adecuada, buscando en fin, la excusa para no comenzar a pintar todavía. No se sentía preparado, sabía que no lograría concentrarse (tampoco lo había intentado), no iba a llegarle la mínima inspiración a menos que…

No había bajado a cenar, no se sentía con las fuerzas necesarias para repetir la tediosa experiencia del mediodía, de volver a ser el centro de atención del pueblo; un espectáculo gratuito. Seguramente habría esta vez más curiosos, ansiosos de ver a la celebridad con sus propios ojos. Ni siquiera había sentido apetito. Tan sólo comió algo de fruta antes de meterse temprano en la cama.

Esa noche tuvo un inquietante sueño: Buscaba nerviosamente su automóvil para llevarse a Claudia con él, lejos de aquel paisaje de tonos mortecinos y de ambiente denso y sofocante, pero el coche no se hallaba donde él sabía que lo había aparcado. Alguien le anunciaba que la grúa se lo había llevado (aquello lo desesperaba), así que, finalmente tenía que desistir en su búsqueda y subir al coche en que le esperaban Claudia y dos mujeres más (en ninguna de ellas reconocía a Paula). Subía al volante y conducía el coche, del modelo más pequeño y agobiante, por una serie de calles borrosas, bajo un cielo oscuro y pastoso y una atmósfera cargada de tensión. Había mucha prisa por salir de allí, desconocía la razón, pero buscaba alguna salida para abandonar cuanto antes aquella ciudad fantasma urgentemente. De repente, los temores de Pier se convertían en real amenaza. Al final de la larga avenida por la que conducía a gran velocidad (aunque el coche parecía estar rodando por un terreno cenagoso) y que desembocaba en una extensísima playa de arena cenicienta, se podía ver, cubriendo todo el horizonte, una marea negra surgiendo del verdino mar. Fijando la vista podía adivinarse una legión de extraños seres a medias entre caballeros medievales, siniestros y terroríficos, y guerreros ninjas, en perfecta formación y uniformados con espectaculares armaduras de bronces negros y dorados, avanzando, mientras salían de entre las olas, hacia la playa, hacia ellos. Con una angustia contenida y el terror anclado en sus rostros, Pier y las tres mujeres asistían impotentes a aquella invasión de ultratumba surgida de las entrañas mismas del océano. Pier, en un acto desesperado, daba un volantazo al final de la avenida intentando alejarse, pero la calle continuaba paralela a la playa, y por más que avanzaban, la siniestra marea guerrera parecía perseguirles, cubriendo por completo toda la línea del horizonte, omnipresente, inevitable. Pier sólo acertaba a mirar, con la desesperación dibujada en sus ojos, a Claudia, como disculpandose, impotente, por no poder sacarla de allí.

Fue un sueño que a la mañana siguiente le daría mucho que pensar, pues podía interpretarse perfectamente la huida en coche de aquel infausto lugar, como auténticos deseos de marcharse con Claudia de aquel pueblo y de sus gentes, a cualquier lugar, buscando una relación íntima, reservada, lejos de todo y de todos.



1 comentario:

hawkeye dijo...

Lo que es capaz de llegar a hacer un hombre por el amor de una mujer... Somos realmente complicadas las personas no? Me gusta el relato, quizás porque me parezca muy interesante la vida de Pier... poder vivir cada día como quieres, sin agobios, disfrutando de cada segundo, de cada imagen, de cada olor... sin prisas, sólo él con sus ideas, con sus proyectos... Me gusta!!!