martes, 22 de abril de 2008


Esta novela corta fue escrita allá por 1993, y pese a no dejar de ser un borrador, me permito el atrevimiento de presentarla en este pequeño espacio para la lectura de quien tenga la curiosidad, o la osadía, de dejarse atrapar por la historia que en ella se narra.

Tan sólo advertir que se transcribe tal cual fue escrita en el momento de ser concebida, sin pasar por corrección alguna, por lo que habré de pedir disculpas ante los errores linguísticos, gramaticales y de forma que podrán encontrarse durante su lectura.

(Podéis acceder a los capítulos en el menú de la izquierda)

(©1993 Jose Montal)


Claudia (Capítulo 1 de 6)


CAPÍTULO PRIMERO


La solitaria carretera de oscuro asfalto serpenteaba empecinadamente mientras el coche, lanzado, ascendía con decisión por la empinada ladera de aquella montaña bordeada de abruptos barrancos y alfombrada por frondosos bosques de aromáticos eucaliptos y coloridas hayas. Las primeras casas blanqueadas con dedicación, año tras año, cobijadas por una extensa alameda que a modo de pasillo saludaba la llegada al pueblo, aparecerían inmediatamente detrás de aquella última curva, allá arriba, como por arte de magia. Y al fondo, mayestática venida a menos, la semiderruida torre del castillo medieval vigilando, pétrea y elevada en su trono, promontorio montañés, la vida sosegada y tranquila de su pueblo protegido.

Pier aspiró profundamente y se dejó acariciar por el aroma fresco y salvaje que llenaba sus pulmones ansiosos de aquella pureza, tan plagada de recuerdos. Echó la cabeza atrás para apartar el pelo que el viento empecinado hacía volar sobre su cara. Eso le hizo recordar su intención, retrasada durante demasiado tiempo, de cortarse el pelo. Resultaba bastante molesto para el tipo de vida que él llevaba, y más aún para viajar en su viejo Playmouth descapotable.

Ese mismo viento empujaba con violentas ráfagas aquel montón de piezas de buen metal, recauchutados, plástico, cromados y piel, que parecían cobrar vida propia en el momento mismo de girar la llave del contacto y asir el volante de nácar blanco con sus manos. Pier ya no era capaz de imaginarse sin su entrañable amigo de carreteras, como él cariñosamente lo llamaba

El día había amanecido totalmente cubierto por densas nubes negras, formando apiñados cúmulos que amenazaban persistentemente con dejar caer toda la lluvia de que eran portadoras. Pensó que era el día ideal para llegar a aquel pueblecito al que tantas veces había descrito como "de invierno" y al que, desde su exilio inevitable, siempre había soñado con volver. «El día perfecto» se oyó decir en medio del rugido borroso del viento confundido con el motor de su querido compañero de viajes.

Se sentía extrañamente eufórico, comedidamente jovial, algo parecido a la placentera sensación que se apoderaba de él cuando creía estar inspirado, aunque mantuviese, por encima de todo, que el trabajo simple y llano, duro y constante, eran las únicas armas, por encima de las musas, para llegar a conseguir el éxito en cualquier campo de las artes. Y Pier sabía lo que decía.

Sin embargo, muy en el fondo de su corazón, una fría punzada de incertidumbre e inseguridad andaban rondando amenazantes para recordarle que aquel viaje emprendido con las mayores ilusiones de ver realizado un sueño, sabidamente complejo, podría tornarse fácilmente en una sucesión de desengaños y decepciones encadenados.

No le había resultado nada fácil tomar aquella decisión, pero la certeza de que tarde o temprano habría de llegar el momento ineludible de ponerse en marcha, había funcionado a modo de catapulta, y lo había impulsado a aquella aventura inevitable.

Una violenta envestida del viento le obligó a poner de nuevo toda su atención en el volante, justo en el momento de tomar la última curva a la derecha, y ver aparecer los primeros olmos de la extensa alameda, protegiendo del escaso tráfico a las pequeñas casas de muros de adobe blanqueado que antecedían y anunciaban al pueblo verdadero.

El cielo se oscureció más aún mientras Pier se dejaba llevar por su Playmouth del 57, con un respeto profundo, silencioso, por debajo de las copas que se abrazaban a más de veinte metros de altura por encima de su cabeza, ofreciendo un techo natural de ramas entrelazadas y frondoso verdor. Y bajo el arco final, el pueblo, bañado por aquella luz iridiscente y apastelada que le recordaba a las acuarelas de W. Turner que viera en Lausana, años atrás. Y despuntando por encima de los tejados la vieja torre, radiante bajo un solitario y oportuno rayo de sol que, abriendose paso a fuerza de tesón entre los blancos algodones, bajaba para señalar la majestad nunca del todo perdida de aquella fortaleza real. «Un cuadro precioso» anotó mentalmente Pier con la esperanza de poder trabajar en él más adelante.

La visión de aquellas casas, a lo largo de la calle principal bordeada de las antiguas moreras, con el bar Castro a la izquierda, repleta la entrada de bicicletas que los ciclistas vocacionales aparcan en masa durante su parada para el imprescindible almuerzo, con la casa del médico justo en frente y la restaurada biblioteca más adelante, haciendo esquina con el destartalado muro de la iglesia, donde iba a volver a aparcar el coche, ese acto tan sencillo de respirar el mismo aire almizcleño y perfumado, congénito y propio de aquel lugar, transmutaba ese temor pusilánime que había ido alimentando durante el viaje, en templada e indolente placidez aunque, no obstante, prefería mantener sus sentidos y emociones en permanente estado de alerta. Aquella aventura incierta no había hecho más que comenzar.

Poco antes del mediodía ya había descargado el coche y todos sus cosas estaban arriba. Pier estaba a punto de desfallecer, pero contento de no haber dejado del todo de hacer algo de deporte. La única manera de llegar a la casa era a través de las empinadas callejuelas de suelo burdamente adoquinado en algunos sitios y de resbaladiza argamasa en otros, que zigzageaban porfiadamente sin dejar de ascender. Había tenido que hacer tres viajes y ahora, sentado en el jorfe que protegía el pequeño zaguán descubierto de la entrada de un pronunciado y peligroso desnivel, las rodillas le temblaban aparatosamente mientras trataba de recobrar el aliento.

Más arriba tan sólo quedaban un par de casas y después, la ladera arbolada y el castillo. Desvió la mirada hacia la casa que iba a habitar durante, al menos, ese mes de agosto, mientras se secaba la frente y la casera le reprendía por no haberla avisado para que mandara a su hijo a ayudarle con las maletas.
—Debió de avisarme —insistía acalorada la rolliza mujer— mi chico está más acostumbrado a la faena.
Se preguntó si tan precario sería su aspecto y a qué faena estaría acostumbrado su chico.
—No se preocupe, —la tranquilizó— me ha sentado muy bien el ejercicio.
La hacendosa mujer ya no podía oirle, se había perdido por el oscuro interior de la casa, abriendo afanosamente puertas, contraventanas y ventanas mientras gritaba, dándole ordenes a su hijo, para que fuera dejando las maletas y demás trastos donde el señor Pier le fuera indicando. El muchacho de aspecto mas bien enfermizo, de rostro anguloso, pómulos marcados y unas negras ojeras que hablaban muy poco a favor de su salud, salió junto a los bultos y se quedó mirando a Pier sin decir nada, con los brazos caídos a lo largo de su delgado cuerpecillo. Pier se alegró enormemente de no haber llamado a su madre para pedir la ayuda de su "chico acostumbrado a la faena". Se levantó trabajosamente y tras coger las dos maletas más pesadas aconsejó al pequeño que entrara lo demás y lo dejara junto a la puerta. Él mismo encontraría el lugar más adecuado para cada cosa.

Recorrió con la mirada la planta baja que olía a cerrado, a madera vieja, a barniz añejo. Entrecerró los ojos y aspiró profundamente, y se deleitó con aquel olor que para él adquiría el valor de un perfume, un aroma que le era familiar; alguna casa en aquel mismo pueblo olía exactamente de la misma forma. No había tenido ocasión de verla anteriormente pero la casa comenzaba a gustarle. La estancia principal servía de comedor salón, y aunque la distribución no aprovechaba demasiado bien el espacio, era bastante acogedora. Le llamó especialmente la atención una gran roca en la esquina a su izquierda, en la que alguien había tallado unos escalones que no conducían a ninguna parte. A su derecha, junto a la puerta de entrada había una habitación, espaciosa y bien iluminada, y en la pared del fondo tres puertas daban paso a la izquierda a una gran alacena excavada sin duda en la montaña, en el centro la cocina inequívocamente rural, de suelo de cemento, paredes encaladas de blanco y pilas de piedra. Dentro de la cocina había un pequeño pasillo que terminaba en otras dos puertas, una la del cuarto de baño, decentemente reformado, y otra que daba salida a un minúsculo corral, donde había construido un paellero. Y a la derecha otra habitación que daba a la calle lateral por la que acababa de subir tan penosamente con sus cosas. Junto a la puerta de ese cuarto arrancaban las escaleras que conducían al piso superior.

Se disponía a subir por ellas para echar un vistazo cuando oyó a la mujer que bajaba llamando a su hijo. Al verlo allí parado junto a la puerta y las maletas lo miró furiosa y ante la inminente y monumental regañina que se le venía encima al pobre muchachito, Pier decidió interceder rápidamente para tratar de evitar lo que se le antojaba no obstante inevitable.
—Le he dicho a su hijo que dejara mis cosas ahí, aún no he decidido como voy a instalarme.

La mujer, que ya había abierto la boca para escupir culebras, miró recelosa a Pier, como reprobandole que le hubiera impedido reñir a su hijo y aprovechó la ocasión para gritarle cualquier cosa.
—¡Vete pa'bajo, anda!. Y dile a tu padre…—pareció pensarselo antes de seguir— que la comida va a estar enseguida. El chico desapareció silenciosamente y la casera quedó a solas con el inquilino.
—Iba a subir ahora a ver la parte de arriba.
—Ya, bueno. He abierto las ventanas para que se ventile, huele un poco a cerrado pero en seguida se irá.—le dijo sin que sonara a disculpa.
—No se preocupe.

La señora, deseosa de agradar, parecía reacia a marcharse, frotaba nerviosamente sus manos y miraba inquieta tratando de encontrar algún pequeño detalle que se le hubiera escapado. Finalmente desistió, se decidió a darle a Pier las llaves de la casa, y después de recomendarle las comidas del bar Castro y a ella misma y a su familia para lo que necesitara, se fue con un suspiro, tan silenciosamente como lo había hecho su hijo.

Le resultaba extraño pensar que si la vida hubiera dado un pequeño giro en la dirección adecuada y en el momento preciso, él mismo podría estar formando parte de la vida de aquel pueblo, al que tan bien representaba la iracunda casera con su desnutrido hijo a las espaldas. Se acercó a cerrar la puerta que nadie había cerrado y, por fin, pudo subir al piso de arriba. Y lo que allí vio le gustó. Lo que debió ser la antigua aldana, conservaba todavía la sobriedad y sencillez con que fuera construida. Totalmente desprovista de tabiques, ocupaba la misma superficie que la planta baja, de forma visiblemente triangular, con una ventana a la izquierda, la que daba a la pequeña callejuela, y tres ventanas más en la pared que constituía la fachada de la casa. Nada más. Espacio y muchísima luz, perfecto para pintar.

Pier, satisfecho de comprobar que la descripción que le hicieran de la casa se ajustaba perfectamente a la realidad, se acercó a una de las ventanas de la derecha, y apoyado en el quicio dejó que una suave brisa perfumada acariciara su rostro. La vista desde allí era sencillamente impresionante. Se podía ver, por encima de los tejados y hacia el este, todo el valle verde y profundo, con sus montañas fundiendose, brumosas, con el horizonte, y salpicadas con el blanco de pequeños pueblos parecidos a este. Por un momento pudo volver a sentir el estremecimiento de los truenos, lejanos en el tiempo, y contemplar cómo las nubes, cada vez más densas y siniestras, configuraban una tormenta que iba borrando el valle bajo la lluvia y los relámpagos. Angel, Rafa, Sergio y él mismo habían subido al castillo, dejando a las chicas protestando en casa, para estar más cerca del cielo, para sentir la húmeda lluvia, para ver cómo los rayos cruzaban peligrosamente sobre sus mojadas cabezas y aterrizaban, con un gran estruendo y por fortuna, lejos de ellos. Y cómo Angel, precavido donde los hubiera, los había sorprendido a todos sacando de su bolsillo un pequeño paquetito que, como por arte del “birli-birloque”, transformó en un impermeable de un llamativo color amarillo limón. Los dejó atónitos a todos, pero no disfrutó de la tormenta tanto como los demás.

Si, aquel era un lugar que, aunque lo había frecuentado bien poco, le traía recuerdos especialmente intensos –que no siempre gratos– de los momentos vividos allí con sus amigos, con sus parejas. Amistad, amor, pasión, eran palabras que ahora le semejaban huecas, carentes de sentido. Celos, desprecio, sufrimiento, SOLEDAD, cobraban un especial significado al que no había tenido otra opción que acostumbrarse.

Casi quince años después, allí estaba de nuevo, arrastrando aquellas palabras que le pesaban como losas de granito, pero esta vez solo, dueño de sí mismo, de su vida, sin más responsabilidad que el compromiso de su propio comportamiento, pero tremendamente confundido ante lo que pudiera ocurrir si se dejaba llevar por esos instintos, anhelantes y codiciosos, que pedían a gritos ser escuchados y ante los que se encontraba tan vulnerable, tan vencido. Finalmente su debilidad le había llevado hasta allí, y ahora se preguntaba si, después de perder la primera batalla habría de perder también la guerra, o si por el contrario estaría dramatizando en exceso y podría hablarse, una vez hubiera pasado todo, de victorias. La noción de ese debate interno, la certidumbre de la existencia de aquella duda, le daban a Pier alguna esperanza de no dejarse atrapar, de no verse inmerso, de nuevo, en algo de lo que no estaba muy convencido fuera a salir airoso. Pero el hecho de que, a lo largo de su vida, cualquier cosa que le había pasado por la cabeza, había terminado sucumbiendo a su testarudez y fuerza de voluntad, hacía que la sensación de angustia y zozobra, no acabaran de abandonarle.
—Bien, aquí estoy. —murmuró en voz baja, consciente de que hablaba para sí mismo.

Le había costado muchos años dar aquel primer paso, y ahora ansiaba convertirse, durante el tiempo que permaneciera en el pueblo, en parte de él, como ella, como todos los demás. Respirar su mismo aire, mojarse con su lluvia, beber la misma agua, ser el pueblo mismo.

Volvió a llenarse los pulmones con aquella fragancia concisa que permanecía latente, recuerdo de otra época, en su olfato ávido y experimentado. El universo de sensaciones al cual tenía acceso Pier por medio del sentido olfativo, era en realidad uno de los más inspiradores, sugestivos e inagotables a los que daba prioridad absoluta por encima incluso de cualquier numen o de las gastadas musas. Sin caer en el error de atribuir tal cualidad a su calidad de artista, Pier era plenamente consciente de que pocos eran los elegidos para tener conciencia y deleitarse conscientemente de aquel don que él sabía exprimir al máximo, hasta convertirlo en parte vital de su éxito profesional. Si una imagen valía más que mil palabras, un olor, un aroma, una fragancia se convertía en un vergel de infinitas sensaciones, que siempre relacionaba inevitablemente a un sin fin de imágenes gráficas, casi siempre plasmadas inmediatamente en forma de óleos, acuarelas e incluso en algunas esculturas. Sin embargo le quedaba una deuda pendiente –eso pensaba al menos– con aquel pueblo, pues jamás había aprovechado aquel torrente descontrolado de inspiración que llegara a sentir en sus visitas anteriores, obligado por otra parte —buscó como excusa— por la presencia de tantas personas a su alrededor, imposibles de evitar, imposibles de ignorar. Nunca había sido el momento oportuno, y encontrarlo le había llevado años. Sonrió ante esta ocurrencia. Él no estaba allí sólo por ese motivo, en realidad, el trabajo en sí ocupaba un lugar secundario. ¿A quién pretendía engañar? Estaba allí por ella.

Un trueno sonó lejano, débilmente, allá donde las nubes formaban una mancha casi negra. Era muy posible que a la tarde lloviera.

Pier decidió que no tenia apetito y pasó el resto del día acomodando sus cosas en el dormitorio de la planta baja que daba a la calle lateral, pues le parecía la más fresca y amplia y desde allí podia verse parte del pueblo, de sus tejados rústicos y de la zigzageante calleja por la que se llegaba a la casa. Desembaló sus trastos de pintar –como él los llamaba– y los subió junto con el caballete a la aldana, donde se fabricó una rústica mesa con maderas que encontró allí, dejando el que iba a ser su estudio por algún tiempo, listo para empezar a trabajar en cuanto creyera oportuno.

Cansado por el largo viaje y el duro ejercicio de subir sus cosas y acondicionar la casa, Pier se acostó temprano y cayó rendido, casi en el acto, en un profundo sueño.



domingo, 20 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 2 de 6)


CAPÍTULO SEGUNDO


La mañana siguiente amaneció igualmente nublada, gris y fresca; tal y como a él le gustaba. La noche había sido plácida y reparadora. El trasiego y las emociones del día anterior le habían resultado extremadamente duros y afortunadamente había podido dormir toda la noche de un tirón, a pierna suelta. Hacía algún tiempo —especialmente desde que tomara la decisión final de empezar a actuar de veras— que las noches se le estaban haciendo muy cuesta arriba, no lograba conciliar el sueño y había empezado a padecer de los nervios por ese motivo. Ahora, seguramente, la tranquilidad que le daba el pensar que estaba haciendo lo que la conciencia le dictaba —al menos así lo creía— era la causa de que sus inquietas neuronas hubieran puesto un poco de orden en su desajustado organismo. Sólo esperaba que aquella especie de aparente normalidad pudiera continuar el mayor tiempo posible (no aspiraba a que nada fuera eterno, la experiencia le había enseñado que lo bueno no duraba demasiado).

Empezaba a sentirse juiciosamente feliz, a las pocas horas de haber llegado, por cómo habían transcurrido hasta ahora las cosas, y sentado en la cocina ante un frugal desayuno, pensaba en cómo planificar las jornadas de trabajo, su tiempo libre, su vida allí.

Decidió que subiría primero al castillo para disfrutar, una vez más, de aquellos paisajes inolvidables grabados indeleblemente en su memoria y abocetar, en principio mentalmente, las vistas que pudieran resultarle interesantes, y que luego descendería por el lado sur, y tras rodear el pequeño promontorio sobre el que se asentaban las ruinas, bajaría a la casa para tomar los primeros apuntes sobre papel.

A pesar del ansia que sentía por bajar al pueblo y pasear por sus calles, de contemplar como si de un sueño se tratara los lugares ya visitados y revivir acontecimientos ya vividos, la sola posibilidad de encontrarse casualmente con ella, de imaginarla sonriendo frente a él, paralizado e incapaz de mover un sólo músculo, de articular una sola palabra, hacía que la frágil seguridad que Pier tenía en sí mismo en esos momentos, se tambalease de forma alarmante. Aún siendo el fin mismo de su viaje aquello que tanto temía y que, a la vez, tanto deseaba, era profundamente consciente de que debería meditarlo bastante todavía antes de intentar forzar alguna aproximación, algún encuentro fingidamente casual.

Terminó de desayunar, cogió una manzana roja del frutero de mimbre que había sobre el banco de la cocina y salió de la casa. «Esta mujer ha pensado en todo» sonrió, frotando contra sus vaqueros la ya de por sí brillante manzana, satisfecho de que la casera hubiera tenido el detalle de llenarle la nevera y dejarle gran cantidad de fruta.

Una vez arriba, se sorprendió gratamente de encontrar todo aquello prácticamente tal como lo recordaba, como si allí el tiempo se hubiera detenido todos aquellos años. Había pasado ciertamente mucho tiempo, y aunque descubrió que habían realizado algunas pequeñas excavaciones ampliando las esparcidas ruinas del castillo, el resto no había cambiado un ápice. La misma pendiente alfombrada de florecillas amarillas le habían conducido allí, a través del mismo bosquecillo de pinos que aparecían en algunas de las fotos de sus antiguas excursiones. Y bajo aquel cielo tenebroso y amenazador, salpicado de relámpagos lejanos y mudos, las difusas montañas sembradas aquí y allá por pequeños pueblecitos y diminutas aldeas. Todo igual que siempre. Aquello le reconfortó, había alimentado, inconscientemente, la descorazonadora impresión de que cuando volviera nada iba a ser igual, y al menos físicamente, nada había cambiado.

En ese inicial paseo, y a pesar de sus primeras intenciones –de carácter profesional–, no se fijó con demasiado detalle el los paisajes que pudieran servir de modelo para sus pinturas. Caminó ensimismado en los recuerdos que evocaban aquellos parajes, aquellos lugares que durante tantísimo tiempo había luchado por mantener frescos en su memoria. Disfrutó de aquellas emociones que le producían el hecho de estar allí otra vez, pisando aquella tierra antes pisada, respirando el familiar aroma de aquel aire característico, evocador. Y pasó todo el tiempo tratando de adivinar qué es lo que ocurriría cuando, inevitablemente como iba a ser, se encontrara con ella, con Claudia. Lo había soñado miles de veces, había adecuado a sus deseos de una forma infantil, la manera en que se desarrollaría todo, había trazado cientos de planes, pero ahora que estaba por fin allí, tan cerca de ella, se sentía desesperadamente vulnerable y le resultaban pueriles todas aquellas elucubraciones anteriores.

Con esa congoja que no era capaz de eludir al pensar en todo aquello escrutó, desde su posición privilegiada, las distintas calles del pueblo que a esas horas de la mañana comenzaban a hervir de gente después de una noche de fiesta. Tomó como punto de referencia el campanario, que tan latoso llegaba a hacerse con su reproducción electrónica de las campanadas de los cuartos, las medias y las horas, por medio de altavoces estratégicamente situados, lejos del alcance de algunos vecinos malintencionados e iracundos. Partiendo desde su base misma y extendiendose hasta las afueras, en las dos direcciones, la calle mayor, centro neurálgico de la vida del pueblo. Y presidiendo la arteria más importante, el bar Castro, convertido ahora además en hotel. Lugar que le había recomendado la casera sin tan siquiera imaginar que algunos de los momentos más felices en la vida adolescente de aquel personaje famoso, habían transcurrido entre las paredes de aquel acogedor recinto. Sus pensamientos volvieron a conducirle hasta Claudia y una sonrisa de dibujó en sus labios. Se preguntó si sería capaz de reconocerla desde allí arriba, viendo cruzar la calle a una mujer con una cesta bajo el brazo, que bien habría podido ser ella.

Sentado en una roca milenaria de la ladera del castillo, viendo el pueblo y a sus habitantes como desde el cielo, se sintió mucho más seguro de lo que en realidad estaba. Era profundamente consciente de su miedo, y lamentó que aquella sensación reconfortante tuviera que desaparecer cuando bajara de allí. Por primera vez, desde que había llegado al pueblo se encontró buscando afanosamente con la mirada la casa de Claudia. Sabía donde se encontraba, había estado en ella, ¿cómo olvidarlo? Por detrás del bar Castro, una callejuela sombría y siempre húmeda que conducía a la plaza de los arboles, a la izquierda, bordeando el deteriorado edificio amarillo que hacía las veces de biblioteca y de hogar del jubilado, bajaba hacia las afueras y en medio de un breve bosque de pinos muy altos y frondosos, allí estaba. Pero también sabía que un edificio de tres plantas relativamente nuevo, obstaculizaba su visión desde donde él estaba sentado, alla arriba. Lejos de entristecerle aquel hecho, esbozó una resignada sonrisa; nunca pudo verse su casa desde allí.

Mientras bajaba por donde la hierba pisada formaba un sendero, recordó que había subido con la intención de preparar algo de trabajo y que regresaba con las manos vacías. De nuevo sonrió para sí. Aquel no iba a ser un tiempo desperdiciado pasara lo que pasara. Lo que fuera a ocurrir iba a quedar grabado en su memoria permanente e indeleblemente. Seguro que si.

A mediodía comió en el bar Castro. No habría podido hacerlo en ningún otro sitio; formaba parte de su pasado, de la historia que le había tocado vivir y de la que deseaba seguir viviendo. Pero no se le hubiera ocurrido jamás —ni los quince años transcurridos habían sido capaces de hacer que se acostumbrara a ello— que en aquel pequeño pueblo hubieran podido oir hablar de él. La dueña de la casa que había alquilado debía de tener mucho que ver, sin duda, el ello. El caso es que, durante toda la comida, no dejó de sentir las poco disimuladas miradas que, la cada vez más concurrida clientela, dirigían a su persona, ni de escuchar el murmullo de sus comentarios: «¿Has visto quien es ése? ¿Ese? ¿Quién? ¡Joder, pero que poca cultura que tienes! Es Pierre Monroe. ¿Y quién coño es es Pierre como se llame? Un artista de esos, joder. ¿Un artista? ¿De qué? Pues…¡un artista, joder! ¿Que más da?». O bien: «…que me lo ha dicho la Aurora, la cuñada de Pilarín, que pinta…¡Mmm! No esta nada mal, ¿y dices que es soltero? O viudo, yo que sé. Se llama Pier…Morse. …y ha venido solo…que viene a pintar el pueblo. ¡Pues ya podía venirse a pintar a mi casa! Ja, ja, ja…».

Supo, que a esas horas, todo el pueblo debía tener conocimiento de su presencia allí. Aquello, en cierto modo, le halagó. Y supo reconocer el valor de aquel medio de comunicación tan veloz, económico y eficiente, que podía servirle de ayuda para el mejor desarrollo de sus planes. Sin embargo le preocupó que todo transcurriese a demasiada velocidad. Todo buen plan llevaba su tiempo. Había tenido la esperanza de poder vivir en el anonimato algunos días antes de que nada ocurriese. Bien, no había sido así, y no le quedaba más remedio que aceptarlo.

Mientras tomaba el café, con dos cubitos de hielo y una rodajita de limón, como era su costumbre cuando llegaba el calor, se preguntó excitado si habría llegado la noticia de la presencia del misterioso artista a oídos de Claudia. Si habría relacionado aquella visita con él, con ella. Y de ser así, qué estaría pasando por su cabeza. Por sus venas corría desbocada la adrenalina, comenzó a ponerse nervioso. Pensar que, de pronto, pudiera aparecer en la puerta del bar… ¿Que iba a hacer? Era absurdo que él mismo deseara provocar aquel encuentro y luego sintiera un miedo cerval e incontrolado, pero no podía evitarlo.

Pidió la cuenta, pagó y salió eluyendo las miradas que le dirigían desde todas partes, temeroso de encontrar unos ojos que le habían vuelto loco, y que, seguramente, seguirían haciendolo. Hundió hasta sus ojos, tratando de ocultarse de alguna manera, la visera de su gorra de los Pistons de Detroit, que se buen amigo Akim Olayuwon le regalara durante la final de la conferencia Oeste, en Chicago el año anterior, y apretó el paso perdiendose entre las callejuelas que subían hacia el castillo. Era una forma de actuar que le desagradaba sobremanera, y a la que no había tenido más remedio ir acostumbrandose. Ver y no ser visto. Un pequeño tributo que la fama se cobraba, y que podía llegar a echarse de menos si se perdía. Al fin y al cabo —pensó—, aquello era lo que tan afanosamente había estado buscando en su juventud. LLegó a pensar que nunca la alcanzaría, que no estaba predestinado para ello, y sin embargo, cuando las exposiciones se fueron sucediendo y con ellas los premios de la crítica y el reconocimiento del público, el paraíso de las “vacas sagradas” de la pintura, le acogieron en su círculo de privilegiados y le rindieron rápido tributo. La gente le reconocía ahora allá por donde fuese, en muchos paises que él ni siquiera había visitado, en muchos pueblos de los que jamás había oído hablar, en este, en el que le habían podido ver pasear, reir, disfrutar de una buena comida cuando tan sólo era conocido para sus amigos, su novia, que con el tiempo sería su mujer, para Claudia, que no fue ni una cosa ni otra.

Le producía ese contraste una extraña sensación de irrealidad, daba la impresión de que el tiempo no había pasado, cuando él, caminando por aquellas mismas calles, miraba allá arriba, al castillo, y se sentía lleno de dicha, de una sana e infantil felicidad, un hombre libre en aquel lugar en el que era absolutamente desconocido y a nadie conocía. Y ahora le daba miedo levantar la cabeza para mirar, por encima del campanario de la iglesia, hacia las ruinas del mortificado castillo, y ver, de repente, que unos ojos transparentes como las lágrimas que de ellos brotaran, le estuvieran mirando inquisitivos, escrutadores.

Para evitar la aflicción que estaba comenzando a apoderarse de él, caminó las dos últimas calles trazando planes para su trabajo. Hasta ahora era lo único que había estado haciendo; planes.

Pasó la tarde preparando el material, ordenando los colores por familias (siempre había sido muy metódico), colocando los pinceles según la dureza del pelo en dos botes de hojalata que encontró en la misma aldana, montando el caballete y tratando de encontrar la orientación más adecuada, buscando en fin, la excusa para no comenzar a pintar todavía. No se sentía preparado, sabía que no lograría concentrarse (tampoco lo había intentado), no iba a llegarle la mínima inspiración a menos que…

No había bajado a cenar, no se sentía con las fuerzas necesarias para repetir la tediosa experiencia del mediodía, de volver a ser el centro de atención del pueblo; un espectáculo gratuito. Seguramente habría esta vez más curiosos, ansiosos de ver a la celebridad con sus propios ojos. Ni siquiera había sentido apetito. Tan sólo comió algo de fruta antes de meterse temprano en la cama.

Esa noche tuvo un inquietante sueño: Buscaba nerviosamente su automóvil para llevarse a Claudia con él, lejos de aquel paisaje de tonos mortecinos y de ambiente denso y sofocante, pero el coche no se hallaba donde él sabía que lo había aparcado. Alguien le anunciaba que la grúa se lo había llevado (aquello lo desesperaba), así que, finalmente tenía que desistir en su búsqueda y subir al coche en que le esperaban Claudia y dos mujeres más (en ninguna de ellas reconocía a Paula). Subía al volante y conducía el coche, del modelo más pequeño y agobiante, por una serie de calles borrosas, bajo un cielo oscuro y pastoso y una atmósfera cargada de tensión. Había mucha prisa por salir de allí, desconocía la razón, pero buscaba alguna salida para abandonar cuanto antes aquella ciudad fantasma urgentemente. De repente, los temores de Pier se convertían en real amenaza. Al final de la larga avenida por la que conducía a gran velocidad (aunque el coche parecía estar rodando por un terreno cenagoso) y que desembocaba en una extensísima playa de arena cenicienta, se podía ver, cubriendo todo el horizonte, una marea negra surgiendo del verdino mar. Fijando la vista podía adivinarse una legión de extraños seres a medias entre caballeros medievales, siniestros y terroríficos, y guerreros ninjas, en perfecta formación y uniformados con espectaculares armaduras de bronces negros y dorados, avanzando, mientras salían de entre las olas, hacia la playa, hacia ellos. Con una angustia contenida y el terror anclado en sus rostros, Pier y las tres mujeres asistían impotentes a aquella invasión de ultratumba surgida de las entrañas mismas del océano. Pier, en un acto desesperado, daba un volantazo al final de la avenida intentando alejarse, pero la calle continuaba paralela a la playa, y por más que avanzaban, la siniestra marea guerrera parecía perseguirles, cubriendo por completo toda la línea del horizonte, omnipresente, inevitable. Pier sólo acertaba a mirar, con la desesperación dibujada en sus ojos, a Claudia, como disculpandose, impotente, por no poder sacarla de allí.

Fue un sueño que a la mañana siguiente le daría mucho que pensar, pues podía interpretarse perfectamente la huida en coche de aquel infausto lugar, como auténticos deseos de marcharse con Claudia de aquel pueblo y de sus gentes, a cualquier lugar, buscando una relación íntima, reservada, lejos de todo y de todos.



sábado, 19 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 3 de 6)


CAPÍTULO TERCERO


Unos insistentes golpes en la puerta, a modo de llamada, le acababan de rescatar de aquella agitada pesadilla, pero mientras bajaba atropelladamente hacia la planta baja, tratando de ponerse unos pantalones cortos de deporte, el corazón había comenzado a golpear furiosamente en su pecho; ¿quién podía ser?

Todavía aturdido abrió la pesada puerta de roble macizo, y la visión de aquella cara blanca y regordeta del ama de la casa le tranquilizó enormemente.
—Perdone que lo moleste, —le dijo algo azorada— me preguntaba si todo estaría a su gusto, si necesitaría algo.
—Gracias, —contestó Pier entornando los ojos y tratando de protegerse de la intensa luz de la mañana poniendo su mano a modo de visera— todo esta bien.
La voluntariosa mujer se le quedó mirando con el gesto preocupado. Pier le aclaró:
—Acabo de levantarme.
—No le habré despertado ¿verdad? —se alarmó de su osadía la casera.
—No…no se preocupe. Acababa de despertarme, eso es todo.
—Bueno, le dejo. Si necesitara cualquier cosa…
—Se lo haré saber, vaya tranquila. —le hizo un gesto de despreocupación con la mano.

Cuando cerró la puerta tras de sí, miró la hora en su reloj de pulsera, ¡las ocho y media de la mañana! Dios santo, ¡que si lo había despertado! Sintió repentinos deseos de subir corriendo arriba y echarse de nuevo en la cama para seguir durmiendo, pero el estado de excitación en el que se encontraba, primero por la absurda pesadilla y luego por el súbito despertar, recomendaban ni tan siquiera intentarlo. Decidió que lo mejor que podía hacer era aprovechar aquella mañana que, por primera vez en tres días, aparecía con el cielo despejado y un sol radiante. Se duchó y se preparó un desayuno a base de café con leche y tostadas con mantequilla de cacahuete y mermelada de melocotón.

Entre bocado y bocado, haciendo girar la cucharilla en la taza, le daba vueltas y más vueltas al extraño e intrincado sueño del que afortunadamente acababa de librarse. Todo allí le iba a llevar a lo mismo, era inevitable. Así que cuanto antes tomara las resoluciones oportunas y las pusiera en práctica, antes podría saber a qué atenerse. Deseaba poder respirar tranquilo, estabilizar sus emociones, confusas e inseguras. Aunque, desde luego, tampoco descartaba tener que hacer de nuevo las maletas y salir del pueblo tan ligero como había llegado. Ansiaba ardientemente ponerse en marcha, terminar de deshojar la margarita que tanto tiempo llevaba en su equipaje. Pero a la vez era sumamente consciente de que el rumbo a seguir todavía no había sido trazado. No había dado aún con la fórmula adecuada para acercarse a aquella mujer que tanto respeto —¿o miedo?— le causaba. Recordando la escena del bar del día anterior, deseó nuevamente que la noticia de su presencia en el pueblo hubiera llegado a sus oídos. Aunque de ser así, ¿de qué iba a servirle? Sabía que Claudia no iba a correr a su encuentro (él si lo haría), era una mujer sensata y muy dueña de sus emociones, que por otro lado Pier desconocía. Nunca supo si ella había llegado a sentir algo por él, por más que Pier hubiera imaginado en multitud de ocasiones las más atrevidas situaciones y los más íntimos sentimientos. Y para rematar todo aquello y si nada había cambiado en los últimos años, (no tenía noticias de que así hubiera sido) Claudia seguiría siendo una mujer casada. De modo que debería conducirse de la manera más cauta posible si quería acercarse a ella sin levantar —de momento— demasiadas sospechas. Las gentes de los pueblos tenían un olfato especial para detectar amores y pasiones allá donde los habitantes de las grandes ciudades no podrían ni sospecharlas. Esto lo había aprendido Pier en su propia carne en los tiempos en que solía viajar en busca de paisajes para sus cuadros en las que él había bautizado como “excursiones rurales”.

Finalmente llegó a la conclusión de que lo más sensato y natural era intentar un encuentro casual merodeando los alrededores de su casa, y como último recurso llamar a su puerta con la intención de una visita formal, con el derecho que se supone que da una antigua amistad.

Dió el último sorbo al café con leche y se recostó sobre el respaldo de la silla, estiró las piernas y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Se sentía tímidamente satisfecho de haber tomado, por fin, una decisión que por lo demás le resultaba ciertamente esperanzadora. Siempre había adolecido de cierta tendencia al tremendismo y a exagerar sus puestas en escena cuando trataba de conseguir algo de suma importancia para él. Sin embargo, la estrategia para aquella misión (aún no preparada, pero que comenzaba a tomar cuerpo en su cabeza) le parecía de lo más espontánea y, en apariencia, nada premeditada. ¡Que lejos de la realidad! No obstante, mientras se masajeaba la nuca con los pulgares, con suaves y delicados movimientos circulares, miraba a la antiquísima lampara del techo de la cocina y se sentía enormemente feliz.

Esa mañana sí salió con la carpeta de bocetos bajo el brazo y subió al castillo cargado de la energía necesaria para empezar una buena jornada de trabajo. En total tomó apuntes rápidos de cinco vistas distintas. Una desde el comienzo de la pendiente; el sendero de hierba ligeramente pisada que formaba el camino hacia el castillo, con el bosquecillo de la docena escasa de pinos y la atormentada torre asomando por encima de ellos, y con un tercio del papel dedicado al cielo, mucho más límpido que en días precedentes. La segunda imagen era inevitable estando allá arriba; desde las mismas ruinas y mirando hacia abajo, el milenario campanario coronando la masa roja de los tejados, partidos por la recta carretera que atravesaba el pueblo de norte a sur y el reluciente valle como fondo. El tercer boceto se trataba de una imagen que había fijado en su memoria muchos años atrás, en su primera visita a aquella montaña; un primer plano de la solitaria torre con los restos diseminados de las ruinas alejandose de ella. Pero aquí plasmaría un cielo atormentado, gruesas nubes negras de tormenta harían un fondo en el que resaltaría dramáticamente la blanca sillería de la torre. Los cuadros cuarto y quinto serían vistas de la extensión que podía verse al oeste de la torre, la parte más abrupta, por donde el barranco presentaba una caída impresionante, y la parte del sur, desde donde las montañas se sucedían infinitas hasta perderse en el brumoso horizonte.

Después de más de tres horas de apasionada dedicación, verdadero tour de force, Pier decidió que era el momento de empezar a dirigir sus esfuerzos hacia otros menesteres que esperaba le fueran más satisfactorios todavía que los estrictamente artísticos. Puesto que por fin había tomado la determinación de que aquel iba a ser su “día importante”, resolvió comenzar a actuar cuanto antes. Así que después de dejar los bártulos en el estudio se premió con una gratificante ducha de agua helada, auténtico bálsamo para su cuerpo y su espíritu, se vistió con ropa ligera pero elegante y bajó al bar Castro a disfrutar de una buena comida y…

Aquel era eminentemente un pueblo para el verano. No atraía el turismo en masa, ni mucho menos, se trataba de un lugar alejado de cualquier capital importante y demasiado pequeño para tomarse la molestia de acercarse a conocerlo, pero ocurría que, en la época veraniega, se poblaba de gente muy joven, familiares y vecinos de los habitantes del pueblo, y que eran más que suficientes para llenar los vacíos que se producían durante el resto del año. Ese era el motivo de que, recién estrenado el mes de agosto, resultara tan difícil encontrar una mesa al gusto en el bar Castro. Si uno no se daba maña y prisas podía incluso encontrarse sin sitio para comer. Y así fue que, cuando Pier llegó, la parte de restaurante al fondo del local, separada de la entrada por medio de unos biombos acristalados, se hallara repleta de bulliciosa juventud y de algún que otro veterano, por lo que tuvo que conformarse, con una mal disimulada desgana, con una mesa sin mantel justo al lado de la máquina tragaperras y de la entrada misma del bar. No obstante, este hecho casual e inesperado, lo recordaría más adelante como crucial y de lo más oportuno y trascendental.

La fortuna, sin embargo, no parecía haber comenzado a obsequiarse de la forma más adecuada. El bar estaba de bote en bote y el servicio andaba desesperadamente atareado. Finalmente, cuando la paciente espera obtuvo su recompensa, pidió una comida a base de ensalada vegetal y huevos revueltos con jamón, más pensando en terminar cuanto antes que en disfrutar de la misma. Hasta el gourmet menos exigente habría deseado salir de allí lo más pronto posible. Pier había imaginado para aquella comida un ambiente más íntimo, más tranquilo y sosegado, (tal y como conservaba en la memoria su última visita a aquel sitio) propicio, en definitiva, para una anhelada coincidencia, para el pequeño milagro de un encuentro casual que, desde luego, en aquel estado de cosas jamás había de producirse, desgraciadamente. Comenzó a sentirse irritado ante tal perspectiva.

Pero el destino, que tiene dos maneras de herirnos: negándose a nuestros deseos o cumpliéndolos, había echado ya sus cartas y Pier iba pronto a conocer su suerte.

En un breve instante en que levantó la vista de la comida y miró hacia la calle, sus ojos bien entrenados en el arte de no perderse detalle, fueron a cruzarse con otros que le contemplaban entre sorprendidos y alegres. Una mujer, cargada con un bolso de paja trenzada repleto de viandas, cruzaba la calle justo a la altura del ventanal. Miraba con cierto aire de turbación y asombro a Pier y venía a su encuentro.

Desconcertado, Pier se levantó apartando ruidosamente la silla. Algunas personas se giraron curiosas, otras descaradamente dejaron de hablar y miraron atentamente. Pier se quedó de pie, clavado en su sitio, con el tenedor todavía en su mano izquierda viendo como aquella mujer de tez morena y formas sensuales se plantaba frente a él y con una sonrisa fresca y afectiva le saludaba:
—Pier, ¡vaya sorpresa!
—Claudia. Estás… estupenda.
"Tantos años, media vida soñando con ese momento y tan solo había acertado a decirle que estaba estupenda —se maldijo Pier—. Mas tarde reirían los dos, divertidos recordando la cara de tonto que se le había quedado a Pier mientras la saludaba de manera tan vulgar.

Pier, dandose cuenta de que aún llevaba el cubierto en su mano, esbozó una tímida sonrisa y dejandolo encima de la mesa se acercó a ella y la besó en la mejilla. La fragancia de Lavanda lo envolvió provocandole una sensación de vértigo que no había sentido en muchos años. De nuevo se vió transportado a un pasado que se resistía, en presencia de aquella mujer, a ser lejano.

Claudia estaba verdaderamente radiante. Llevaba el pelo recogido en un pañuelo de tonos azules, algo más rubio de lo que recordaba, sin duda por efecto del sol de verano, y sus ojos brillaban con una intensidad cuya causa Pier no osó atribuirse. En aquel rostro eminentemente femenino que siempre había cautivado a Pier, el paso del tiempo había decidido rendir tributo a la belleza, y preservarlo de cualquier deterioro. Sin duda, a sus treinta y seis o treinta y siete años seguía siendo una mujer joven, pero asombrosamente parecía haberse plantado en los veinticinco. Esa impresión se veía reforzada por el estilo informal en que vestía sus gastados vaqueros y camiseta y calzado deportivos.

Habían permanecido en silencio unos segundos incómodos, que más habían parecido horas, cuando al fin ella habló:
—Bueno cuentame, ¿que te trae por aquí?
—Trabajo. —fué lo primero que se le ocurrió— Voy a estar pintando este lugar durante algún tiempo.
Pier se atrevió a mirar directamente a los ojos de Claudia y quiso adivinar en ellos un mal disimulado brillo de alegría. Quizás tan sólo lo deseó.
—Eso es estupendo —sonrió Claudia—. Según creo te ha ido muy bien últimamente.
—Bueno, la verdad es que al final no me ha tratado demasiado mal la vida.
—Venga, ¡no seas modesto!… Estaba segura de que lo conseguirías.
—Pues debías de ser la única. —sonrió un tanto forzado Pier.

La verdad es que no había recibido nunca demasiado apoyo ni confianza por parte de la gente que le rodeaba. Más bien al contrario encontró muchas trabas y obstáculos en su carrera hacia el éxito. Los comienzos en cualquier empresa que se acomete son difíciles y extremadamente duros en la mayoría de los casos, pero en el ámbito artístico suele serlo más, ya que el éxito del artista depende en en su totalidad de la opinión de críticos y entendidos en arte. Un día se es un perfecto desconocido y al siguiente una rutilante estrella, con tan sólo el apoyo de un empresario, un promotor, un mecenas o llámesele como se quiera. En el caso de Pier, la carrera había estado llena de obstáculos precisamente por la ausencia de aquella figura imprescindible. Él mismo había sido su propio promotor, su propio agente comercial y en más de una ocasión, su propio galerista. También había ejercido de agente publicitario, ya que venía de trabajar en publicidad cuando comenzó a exponer y a vender. Todos esos momentos difíciles, de lucha constante y extremada dureza le venían a la cabeza cuando alguien le hablaba de lo bien que le trataba la vida.
—¿Has venido con Paula? —preguntó inesperadamente Claudia, dejando un tanto sorprendido a Pier, que alzó de nuevo la mirada hasta aquellos ojos verdes, de una profundidad y nitidez abrumadoramente misteriosa.
—No, no… he venido solo. —titubeó no sabiendo si continuar explicandose o dejarlo así, en aquella incertidumbre—. Lo cierto es que estoy solo desde hace algún tiempo. —acertó a manifestar.
—Vaya… pues ya somos dos los que estamos solos. —explicó Claudia con un gesto melancólico— Hector está en Barcelona…también por algún tiempo. —sonrió Claudia, consciente de estar dando las aclaraciones que Pier deseaba escuchar.

En realidad, Claudia sabía perfectamente que Pier estaba solo desde hacía más de tres años. Una celebridad como lo era él ahora, no podía evitar que su vida privada se hubiera convertido en pública. Así que al igual que ella, todos los aficionados a los programas culturales y a las revistas del corazón, sabían que Pier Luigi Moré estaba divorciado y que había perdido la custodia de sus dos hijos, como consecuencia de una acusaciones formuladas por su ex-mujer y no desmentidas nunca por él. Al menos públicamente.
—Se me ocurre una idea…—prosiguió Claudia—. Ya veo que estás comiendo…
—Si, así es, estaba…
—¿Por qué no vienes a mi casa a tomar el café? —le interrumpió— Aquí lo hacen muy malo.
Ahora Pier sintió que era a él a quien se le iluminaba la cara. Aquello era más de lo que había esperado que sucediese. ¿Que si quería ir a su casa a tomar café? ¡Pero bueno, qué pregunta!
—Bueno, no se si…—se resistió simuladamente.
—Mi madre está conmigo en casa, así que… no temas, no te ocurrirá nada. —bromeó.
—Está bien, de acuerdo. Si es así estaré mucho más tranquilo. —aceptó.
—¡Estupendo! —exclamó Claudia visiblemente complacida— Cuando termines de comer te pasas por allí. ¡Ah, por cierto! ¿recuerdas donde és?
—Mejor de lo que te imaginas.
Claudia pareció sorprenderse, más por el tono en la voz de Pier que por la respuesta.
—¡Estupendo!—repitió— entonces hasta luego.
—¡Hasta luego! —la despidió Pier levantando la mano y viendo cómo la mujer se alejaba calle abajo con el bolso de paja entre sus brazos y moviendo las caderas con una cadencia exhuberante, grácil y femenina.

Pier permanecía de pie, inmóvil junto al ventanal, instantes después de que Claudia hubiera doblado a la derecha por la calle que conducía a su casa, y hubiera desaparecido de su vista. Continuaba viendola ante él, con aquella sonrisa fresca y sincera, y seguía oyendo el eco de su voz almibarada y dulce, mientras se sentía flotar entre las embriagadoras brumas que la habían traído hasta él. Y no fue sino la ruidosa cacofonía del local lo que le devolvió los pies a tierra, diluyendo repentinamente la nube vaporosa sobre la que se hallaba.

Se sentó de nuevo a la mesa pero ya no sentía el menor interés por la comida. Estaba lleno, lleno de aquel momento sublime, sencillamente maravilloso e inesperado que acababa de vivir. Y aún estaba lo mejor por llegar, pensó, pues nunca había visto a Claudia mostrar tanto interés por él, con aquella alegría en sus ojos, intensamente verdes y transparentes, que siempre le habían inspirado un desmesurado respeto y le habían parecido fríos y distantes. También se le ocurrió pensar que tal vez estaba lanzando las campanas al vuelo sin motivo alguno, ya que, a veces, el deseo se convierte en enfermizo y nos hace creer que vemos cosas donde no las hay. Decidió continuar manteniendo los pies en el suelo y dejar que los acontecimientos fluyeran por el cauce que había comenzado a formarse momentos antes. Un cauce esperanzador.

Para hacer algo de tiempo, puesto que la comida no había podido ni tocarla, dió un paseo hasta las afueras siguiendo la calle mayor y llegando hasta los álamos que anunciaban la llegada al pueblo. Mientras volvía sobre sus pasos trataba de imaginarse la secuencia de los hechos que ocurrirían al volver a encontrarse con la madre de Claudia. Lo miraría de arriba a bajo, desdeñosamente y acusandolo, sin duda, de haber destrozado la vida de una mujer, Paula, y de dos maravillosos niños, que ella tan sólo había conocido de pasada. Pero debía de ser tolerante y lo más paciente posible. No iba a permitir que la presencia de aquella señora, contra la que, por otra parte, no tenía ningún motivo de queja por el momento, arruinara el sueño que yá había comenzado a realizarse.

Cuando Pier pulsó el timbre de la puerta de Claudia, se preguntó si no habría llegado demasiado pronto. Sintió un leve temblor en las rodillas, y se maldijo por ser tan estúpidamente infantil.

La puerta tardó en abrirse, pero finalmente lo hizo, con el suave gemido de las viejas puertas de madera añosa y goznes antiguos. Claudia sonreía al abrigo de la penumbra que envolvía el interior de la casa. Le invitó a pasar, sonriendole afectuosamente y le condujo hasta el comedor donde su madre, una mujer que todavía conservaba la misma belleza y altivez que había legado a su hija, le esperaba con el semblante alegre y relajado.
—¿Que tal Pier? —le saludó cordialmente— Ven, sientate a la mesa mientras preparo el café.
Pier quedó un tanto sorprendido ante aquel recibimiento tan distinto del que esperaba.
—Ha pasado mucho tiempo.—le dijo al pasar junto a él, camino de la cocina.
—Si. —contestó secamente.

Miró a Claudia que se había adelantado y estaba retirando los platos de la mesa para servir el café, y por un momento pensó en lo extraño del comportamiento de aquellas dos mujeres, del suyo propio. Estaba viviéndolo como si de una película se tratase, como si realmente no le estuviera ocurriendo aquello a él. Sin duda estaban tratando de hacer que se sintiese a gusto, y en cambio, la sensación que se apoderaba de él era de incomodidad.

Salió Rosa, la madre de Claudia, con una bandeja donde traía tres tazas de porcelana blanca con sus platitos y cucharillas, el azucarero a juego, y un cazillo con leche caliente.
—Bien, ¿y a qué se debe el honor de tu visita? —preguntó la mujer dejando la bandeja sobre la mesa.
Pier no sabía con certeza a qué visita se refería la rubia señora, si a la del pueblo o a la de su casa, así que trató de quedar bien de todos modos.
—Pues la verdad… me apetecía mucho ver a los viejos amigos, los lugares que tengo todavía grabados en la memoria. Por otra parte tenía que preparar una exposición —mintió a medias— así que se me ocurrió juntar las dos cosas.
—Pues no se si ya te habrá dicho Claudia que Hector no está. Bueno, en realidad nunca está.
Claudia miró furiosa a su madre. Pier, sin dudarlo, contestó:
—Vaya, no tenía ni idea, —volvió a mentir, lo cual ya se estaba convirtiendo en una costumbre— tenía pensado…
—Ha venido a pintar, mamá. —le echó un cable Claudia. La mujer, que salía de la cocina con la cafetera echando un furioso chorro de humo blanco y sibilante, miró a su hija de soslayo con una sonrisa maliciosa en su cara.
—Así es, —confirmó Pier, contento por que Claudia hubiera acudido en su ayuda— sobre todo he venido a trabajar.
—Claro. —asintió sonriente Rosa mientras comenzaba a servir el café. Pier quiso adivinar en la mirada de aquella mujer a la que parecía no escaparsele nada, una actitud de tolerancia y condescendencia. Parecía querer darle el beneplácito, una invitación aquiescente. Sin embargo, y a pesar de las enormes ganas que le entraron a Pier de indagar, de intentar sonsacarle más de un detalle de la vida de su hija, obviamente mantuvo un más que prudente silencio. Los tres cogieron sus tazas y tras un mudo brindis disfrutaron del excitante líquido.
—¿Ya has pensado qué vas a pintar? —se interesó Claudia.
—Si, claro. Esta mañana he estado tomando apuntes arriba, en el castillo. Seguramente mañana comenzaré a pintar.
—Debe ser increíble, —Claudia le miraba absorta— mirar a cualquier sitio y plasmarlo en un lienzo. Lo que ves y lo que sientes.
—Dime Pier, —empezó a decirle Rosa pausadamente, deteniendose a buscar las palabras más apropiadas— ¿cómo se entiende que la gente pague tanto dinero por tus cuadros?
Claudia miró reprobadoramente a su madre, recriminándola por aquella pregunta que le pareció inpertinente. Pier se dió cuenta y sonrió elegantemente, no pensaba dejarse influir por aquella señora a la que todavía no había podido clasificar.
—En realidad no se paga tanto dinero por mis cuadros. Al menos eso creo yo.
—Sin embargo se venden mucho ¿no es cierto?
—Así es, por suerte se están vendiendo muy bien. —contestó Pier sin ningún interés por seguir la conversación. Una vez más, Claudia acudió en su ayuda, viendo que la actitud de su madre no tenía visos de cambiar a mejor.
—Venga, terminate el café y salgamos a dar un paseo. Quiero enseñarte un sitio que no conoces y que te puede interesar para pintarlo.
Aquella idea agradó sobremanera a Pier, que ni siquiera esperó a terminar su café. Se levantó, se despidió de Rosa agradeciéndole la invitación y salió a la calle detrás de Claudia.
—Disculpa por lo de mi madre, —fue lo primero que dijo cuando cerró la puerta tras de sí—…no es que no le caigas bien, es simplemente que…
—No tienes que disculparte, —la interrumpió Pier con un tono de voz tranquilizador— me he tenido que ir acostumbrando a que la gente me juzge más por lo que dicen de mí los medios de comunicación que por cómo soy realmente. Lo cierto es que cuando eres un personaje público, todo el mundo parece tener el derecho de hablar sobre tí, decidir si eres esto o aquello y de clasificarte poniendote etiquetas a su antojo. En ocasiones resulta divertido escuchar las estupideces que llegan a inventarse, pero la mayoría de las veces aburren y prefieres no enterarte de nada.
—Debe ser dificil. Me refiero a ser famoso, a que no te dejen en paz y todo eso.

Caminaban por detrás de la casa, hacia un camino de tierra que los adentraría en un pequeño bosquecillo de pinos que crecía junto a un arroyuelo serpenteante y poco profundo. Claudia andaba ligera, con las manos cruzadas a la espalda y mirando las puntas de sus zapatillas blancas. Pier, con las manos en los bolsillos, miraba distraido hacia las lejanas montañas que se perdían hilera tras hilera en el horizonte.
—Bueno, sólo puedo hablarte de mi caso. La relación entre artistas, entre famosos, raramente llegan a ser íntimas o de amistad verdadera, así que pocas veces llegas a conocer cómo son realmente. Para mí, desde luego, fue un cambio muy brusco, tanto por repentino como por inesperado. Pero es como todo… uno se acostumbra.

Claudia intuyó, por el tono de su voz, que Pier se sentía incómodo hablando de su fama.
—No te gusta hablar de ello, ¿verdad?
—Es que la gente no ve nunca más allá de lo que lée en las revistas —dijo tras una pausa— o lo que les muestran en la televisión. Nada les preocupa. Nadie se molesta en profundizar, en tratar de conocerte de verdad. Y no todo resulta ser tan agradable ni tan maravilloso como en apariencia és. Para mí no ha sido ni és tan fácil el camino, y han habido muchos momentos críticos. Eso nadie lo vé, y esa circunstancia ha hecho que llegue a sentirme cansado y muy solo…en muchas ocasiones.

Pier se detuvo. En el interior sombreado del bosquecillo, una suave y fresca brisa le acariciaba agradalemente. Claudia avanzó un par de pasos y se giró mirandolo con esa eterna sonrisa dibujada en sus labios carnosos y sensuales. El leve viento mecía su melena ahora suelta y ella apartaba maquinalmente una greña que se empeñaba en aparcar en su frente, con un gesto espontáneo y femenino. Una irrefrenable e inconsciente necesidad de hablar de sí mismo había surgido descontrolada de su interior, y alentada por la compañía de Claudia había hecho que quizás estuviera desnudando su intimidad con demasiada ligereza.
—Pregunto demasiado. —se disculpó Claudia que parecía haber adivinado sus pensamientos.
—¡Qué dices! No, precisamente tu…—la tranquilizó Pier— eres la persona más sensata y discreta que he conocido.
—Vaya, gracias pero ¿cómo puedes saberlo si…?
—Al menos lo eras. —la interrumpió riendo y haciendola reir.

Reanudaron el paso por el sendero de tierra alfombrada por las agujas secas de los pinos, entre los árboles que formaban un pasillo con las ramas entrelazadas sobre sus cabezas. El sonido del agua corriendo alegre por el arroyo les acompañaba bajo la atenta mirada del sol, con su luz cimbreante atravesando la tupida red natural tejida allá arriba y el aroma dulzón a resina recalentada. Claudia se acercó trotando con una gracia casi infantil hasta el borde del arroyo, y sentandose en una piedra de gandes dimensiones, se descalzó e introdujo sus pies desnudos en el agua. Pier la contemplaba extático y pudo notar su estremecimiento por el contraste de su piel cálida con el agua helada. Era la misma mujer que llevaba tratando de impedir que se borrara de su memoria desde hacía más de quince años. Aquella joven yá madura, sensata, elegante y distinguida seguía siendo la misma. Daba la sensación de que nada había cambiado en ella. Muy al contrario, el paso del tiempo parecía haber agudizado todas aquellas virtudes, resaltando todavía más su hermosura y femineidad.

En un momento en que Claudia se giró hacia él, Pier aprovechó para preguntarle:
—¿Que hay de ese sitio que me querías enseñar? —miró alrededor inquiriendo si se trataba de aquel en el que se encontraban.

Claudia amplió su permanente sonrisa, haciéndola todavía más bella, y apoyó la barbilla en sus rodilas. Había sacado los pies del agua y se acariciaba los finos tobillos como para hacerlos entrar en calor. Después miró con un brillo cómplice en sus verdes ojos a Pier.
—En realidad podría ser este el sitio.
—Entiendo. —sonrió algo turbado Pier.

Claudia pareció dudar antes de seguir hablando. Se quitó un pañuelo en tonos azules que llevaba en la muñeca a modo de pulsera y lo anudó por detrás de su cabeza haciéndose una perfecta cola de caballo. Pier reconoció el pañuelo que ella llavára cuando coincidieron en el bar.
—Parece que hiciera mil años que te fuiste.

Pier tardó en contestar. Seguía teniendo miedo a que todo fuera damasiado rápido. No quería que aquel mágico momento terminara.
—No estuve nunca muy seguro de querer regresar.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó intrigada.

Pier desvió su mirada de aquellos ojos transparentes y penetrantes que le podían.
—Creo que siempre me dió miedo.
—¿Miedo?
—Si, miedo, pánico, terror, o algo así.
—No entiendo. ¿Por qué? ¿A qué?
—¡Vaya!. Hubiera preferido que sí lo supieras. Que lo hubieras sabido… o al menos imaginado.

Claudia clavó sus ojos en los de Pier, que se esforzaba por no volver a desviar la mirada, mientras se preguntaba si aquel silencio y aquella mirada se deberían al doble sentido de sus palabras o a que realmente no lo podía entender. Ante tal duda, prefirió no arriesgar demasiado el primer día y dejar que todo fluyera por cauces más naturales.
—Tu no me has contado nada de tí, ¿cómo te va? —le preguntó tratando de hacer camino por otro lado.

Claudia parecía estar pensando todavía en la última frase de Pier, y la sonrisa que le dedicó antes de contestarle, tomó un matiz un tanto melancólico.
—Bueno, creo que no tengo queja.
—¿Sólo lo crees?
—Lo afirmo. No tengo queja.
—Bien, me alegra oirte decir eso, —mintió— aunque en realidad, tu nunca has tenido queja.
—Tampoco es eso. Soy una persona normal y corriente, también tengo mis problemas.

Se produjo un nuevo silencio significativo. De pronto Pier se sorprendió a sí mismo diciéndole:
—Me gustaría saberlo todo de tí.

A Claudia también le pilló por sorpresa aquella atrevida y descarada declaración.
—¿Cómo? —acertó a decir.
—Verás, siempre me diste una sensación de hermetismo y de misterio con tu vida privada que todavía hoy se mantiene. En realidad no sé nada de tí, nada en absoluto, y teniendote ahora tan cerca me da la impresión de que eres dueña de una existencia interior a la que me gustaría poder acercarme. Debes de tener mucho que contar.
—¿Y ese repentino interés?
—¡Repentino!… No puede llamarse repentino a veinte años de paciente espera. —hizo una pausa para recobrar la compostura que estaba a punto de perder— Recuerdo, estando a solas los dos el día que te convencí para que me acompañaras a ver aquella exposición de Andy Warhol en el IVAM, que después, en una cafetería del centro, yo hablaba por los codos de mis ideas, de mis proyectos, de mí, y tú escuchando atenta y pacientemente. Pero no recuerdo una situación a la inversa, no había quién te hiciera hablar de tí misma.
—Es cierto eso que dices. Pero lo que tú contabas resultaba interesante, tantos planes, tanta ilusión por hacer algo verdaderamente importante nada tenía que ver con la vida que a mí me había tocado en suerte, aburrida, monótona e insulsa y desprovista del menor interés.
—Creo que eres injusta contigo misma. Deberías dejar opinar a los demás. Me gustaría ser yo mismo quién decidiera si tu vida me resulta aburrida o divertida.

Claudia lo miró sinceramente conmovida por aquella demostración tan sugestiva de afecto.
—De acuerdo, —le dijo levantandose— puede que tengas razón, pero te aseguro que nada de lo que yo te pueda contar sobre mí te va a resultar interesante.
—En cualquier caso me gustará oirlo.

Ambos se miraron sonriendo. Eran dos viejos amigos y a la vez dos perfectos desconocidos. Poco sabían el uno del otro, y una densa carga emocional flotaba en el ambiente, tejiendo una fina tela de araña que los mantenía próximos en la distancia.
—¿Volvemos? Se ha hecho un poco tarde.—propuso Claudia calzandose las zapatillas de lona blanca.

De regreso hacia la casa de Claudia, Pier se preguntaba una y otra vez si no habría ido demasiado lejos en tan breve espacio de tiempo. Quería dejar una puerta abierta, o al menos preparada para una posible retirada a tiempo. Se prometió hacer un examen de conciencia y de los hechos acaecidos aquella tarde en cuanto llegara a su casa.

Eran cerca de las seis y media cuando Pier llegó a la vieja casa, antigua posada del pueblo en tiempos remotos. Tanto las calles medievales, con sus pavimentos de piedra, angostas y escarpadas, como aquella casa misma en la que iba a pasar algún tiempo, le transmitían buenas vibraciones que, pensó, le iban a permitir “entrar en trance”, como él llamaba al simple acto de ponerse a trabajar, que realmente era de lo que se trataba. Así que, sin más demora, pasó por la ducha fría de rigor y se puso manos a la obra.

Comenzó manchando sobre el boceto del plano general del castillo, visto desde las ruinas, que previamente había pasado a una tela de 150 por 130 centímetros. Los colores comenzaron a fluir con soltura y sabia precisión, de tal forma que, en algo menos de cuarenta minutos tuvo el cuadro casi terminado. Decidió dejarlo reposar y revisarlo el día siguiente, con la luz bondadosa del mediodía, el mejor momento, según él, para contemplar una obra a punto de ser terminada. Examinó la pintura alejandose primero tres metros hacia atrás, con las manos en la espalda buscando, sin mirar, el pilar que sabía allí cerca. Lo tocó con las llemas de los dedos y descansó la espalda en él. Entrecerró los ojos para lograr una mayor nitidez, ladeó la cabeza contemplativo a uno y otro lado. Allí, detrás de la torre, había algo que le desagradaba. Echó la cabeza para atrás hasta apoyarla en el frío cemento y torciendo ligeramente el gesto frunció el ceño molesto con el descubrimiento de lo que él consideraba como un error técnico, en este caso cromático. Un cúmulo de nubes cobraba demasiado protagonismo por un exceso de azul prusia, contrastando exageradamente con los grises predominantes del cielo. Donde un ojo experto tan sólo habría visto un cielo grandioso cubierto de nubes de tormenta, magistralmente pintado, Pier experimentaba la angustia de lo inperfecto y la irrefrenable necesidad de buscar el error y corregirlo. Rectificar era una palabra que Pier hubiera hecho desaparecer gustosamente de los diccionarios, y algo a lo que odiaba profundamente recurrir.

Se acercó en dos zancadas y cogiendo una espátula de pelo de marta difuminó los contornos demasiado agresivos, rebajando a la vez la intensidad de los azules fundiéndolos con los grises. Volvió a su observatorio del pilar, entornó de nuevo los ojos y…¡Ajá!, aquello estaba mucho mejor.

Una y otra vez, a lo largo de todos los años dedicados a la pintura, yá como profesional, continuaba sintiendo una inquietante perseverancia a dejar terminados los cuadros en cuestión de horas (había llegado a pintar tres y cuatro obras en una jornada de ocho a diez horas), cuando pensaba que, al menos en algunas ocasiones, eran merecedoras de haberles dedicado más tiempo. No podía evitarlo, la fuerza interna y descontrolada que lo impulsaba a pintar le desbordaba, y en un momento dado, funcionaba independiente de él. Simplemente era incapaz de ponerle freno a su creatividad y a su afan por plasmar todo su ingenio y su imaginación tal y como le iba surgiendo, espontáneamente.

Le habían aconsejado repetidas veces que se dejara llevar —así como hacía— y que no se preocupara en absoluto por el tiempo invertido, que a nadie le importaba, sino por el resultado de la obra. Y evidentemente, éste había sido siempre sobradamente satisfactorio. Pero a su alter ego, su yó artista, sí le inquietaba pensar que unas horas, incluso unos minutos más de trabajo sobre la tela, habrían mejorado el resultado sustancialmente. ¡No tenía remedio!

Antes de extinguirse los últimos rayos del sol de poniente, aprocechó la luz existente para colocar sobre el caballete otra tela de 70 por 100 centímetros, y con los colores preparados para el cielo del anterior cuadro, manchó sobre la vista del campanario con los tejados del pueblo de fondo.

Como fuera que la luz iba tornandose en penumbra y el día había sido sobradamente productivo, decidió dar por concluida la jornada. Cenó frugalmente mientras veía el telediario de la noche y sin más preámbulos se metió en la cama y cayó rendido en los brazos de un profundo sueño. No había habido tiempo ni más fuerzas para exámenes de conciencia. Pier no había ni pensado en ello, pero hasta el día siguiente no caería en la cuenta.

A no mucha distancia de allí, mientras Pier daba comienzo a la fase onírica más reveladora y sugestiva, enriquecedora pero efímera; su sueño, Claudia por el contrario se resistía a dejarse vencer y luchaba, rememorando una y otra vez los increíbles acontecimientos vividos aquel día para mantenerse despierta, pues temía que si finalmente se dormía, podría ser que al despertar al día siguiente todo hubiese sido fruto de un despiadado sueño.

Se sentía todavía excitada al recordar con qué audacia y falta de pudor había irrumpido en el bar Castro, después de haber recorrido todo el pueblo con la falsa excusa de hacer la compra, y de haberlo encontrado, cómo no, sentado tranquilamente a la mesa disfrutando de la comida. Las fuentes informativas de “radio macuto” funcionaban a las mil maravillas las veinticuatro horas del día en aquel pueblo, así que había tardado bien poco en saber de la presencia allí de su viejo amigo, en realidad, al día siguiente de su llegada, y concretamente en la carnicería de Pura. No se hablaba de otra cosa que del nuevo inquilino de la Eulalia, un tal Pierre nosequé, artista; un pintor de fama mundial. Su primera reacción había sido de alegría. Poder volver a ver a su antiguo amigo de la pandilla, ¡y convertido en una celebridad! Sin embargo se preguntaba qué sería lo que le había traído al pueblo tantos años después. Tenía noticias de su separación años antes, en realidad sabía de él todo lo que los medios de comunicación habían dicho de Pier, pues desde que llegaron las primeras referencias de su éxito en la publicidad primero y en la pintura después, no había dejado de seguirle el rastro a aquel que había tenido por amigo poco tiempo atrás. No todo el mundo podía presumir de haber tenido por íntimo a un personaje célebre.

Se le fueron ocurriendo algunas razones por las que Pier podía haberse interesado por visitar el pueblo, pero las fue descartando una tras otra por inconsistentes, todas salvo la que obviamente hablaba de trabajo. Sin embargo, escondida entre los pliegues más íntimos de su corazón creyó, o quizás deseó inconscientemente, ver un motivo más sentimental.

Claudia era una mujer, como Pier la había calificado, sensata y discreta, y eso hacía que le faltara el orgullo y la vanidad suficientes para dar fe a aquella pequeña y secreta fantasía. No se consideraba tan valiosa como para ser centro de la atención de nadie. Sin embargo, durante su relación de amistad con Pier, siempre había jugado a adivinar cual sería el interés que podía acercarle a ella. Algo más profundo de lo meramente físico, a la amistad en sí. Lo cierto, por encima de lo que pensara ella, es que Claudia siempre había despertado una atracción física —tanto en hombres como en mujeres— innata en ella y que más le había producido molestias y embarazo que satisfacciones.

Cobijada en la penumbra de su habitación, sólo rasgada por los tenues rayos de la indiscreta luna, Claudia sonreía turbada pensando en ello. Pensando en Pier. Le vino a la memoria un día de mercadillo, un diciembre gélido y gris con su prima Montse que por aquel entonces salía con Jesus, amigo de la infancia de Pier, hablando de los chicos de la pandilla mientras examinaban una vieja lámpara de láminas de bronce y cristales de colores tallados. “Pier está coladito por tí”, le había dicho su prima. Recordaba perfectamente la sensación de calor subiendole a las mejillas, mientras la hacía callar y se echaban a reir las dos. Llevaba casada año y medio con Hector y a pesar de que no todo estaba saliendo como ella había soñado, seguía enamorada de él, y la inquietó sentir complaciencia por aquella confirmación de algo de lo que siempre había tenido algo más que sospechas. Al principio de conocerlo no había sentido una atracción especial por Pier, al menos físicamente. Sin embargo poseía ciertas características que lo hacían muy particular, y que ella parecía saber apreciar más que nadie dentro del grupo. Desde el momento en que percibió aquel lado desconocido de Pier empezó a nacer en ella un interés especial por las cosas que hacía, que decía que hacía, que decía. Era cinco años mayor que ella pero la diferencia de edad no se correspondía con la mentalidad, —demasiado infantil a veces— ni con la falta de madurez de que constantemente hacía gala y que tanto desquiciaba a Paula. Era un comportamiento que aunque no aprobaba, Claudia creía comprender en una persona especialmente creativa y artística como Pier. No obstante siempre mantuvo ese atractivo especial que acabó sintiendo por él en el más estricto de los secretos. El tiempo le había acabado dando la razón y esa especie de esperanza y de confianza tácita que había ido desarrollando a lo largo de los años, había terminado confirmandose como una tangible realidad. Desgraciadamente —se lamentaba ahora angustiada— su educación estricta, inflexible y severa le habían impedido ni tan siquiera pensar en hacer partícipe a Pier de su apoyo y su confianza en él, en sus proyectos y en sus sueños que nunca había tomado por descabellados sino como algo muy real.

Un buen día le llegó la oportunidad de comenzar a triunfar y subirse al carro del éxito. Llegaron los compromisos y las obligaciones convirtieron cada vez más en imposibles aquellas reuniones de los viejos tiempos, con los amigos. Aquellas excursiones entrañables a ese pueblo, a esa casa. Aquellos fines de semana tan fascinantes entre sesiones fotográficas que para más de uno y de una parecían convertirse en un fastidio y en las que Pier mostraba yá un interés autenticamente profesional. ¡Que ciegos habían estado todos! En poco tiempo todo aquello que tanto les llenaba terminó y el grupo se resintió, pese a querer ocultar esta circunstancia. Ya nada iba a ser lo mismo. Las dos o tres últimas reuniones fueron más bien aburridas y carentes de todo interés. Consecuentemente la pandilla se dispersó. Ahora rara era la vez que se encontraban, y en esos casos no habían más que unas cuantas frases vacías entre saludos y recuerdos, y rápidas excusas para regresar a la vergonzosa realidad de una amistad echada a perder. Hacía más de dos años que ella y Hector no habían visto a nadie de la antigua pandilla de amigos.

Y ahora había aparecido, como por arte de mágia, el que, involuntariamente, había sido el centro de atención de todos, transformado en algo en lo que nadie podía haber ni tan siquiera soñado. Nadie más que ella… y tal vez el mismo Pier.

Experimentó de nuevo la excitación que escapaba a su control surgiendo de lo más hondo de su corazón. Una sensación que nunca habría calificado de desagradable y que sin embargo le dejaba un incómodo poso de culpabilidad. Pensó en su marido, lejos de ella, entregado de lleno a su trabajo… sonrió resignada, era la única empresa a la que sabía entregarse de lleno, a su trabajo. Sin embargo era su marido, el hombre con el que se había prometido amor eterno, y era muy cierto que lo respetaba y lo quería. Su relación con él había cambiado —¿madurado?—, el amor que los había llevado a unirse quizás ya no existiese, al menos en la misma intensidad, pero estaba convencida de quererle y sabía que el sentimiento era recíproco.
Con el ánimo más sereno su alma se apaciguó, y con la paz llegó por fin el sueño.


viernes, 18 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 4 de 6)


CAPÍTULO CUARTO


Tal y como habían acordado, aquella mañana nuevamente fresca y nubosa, Pier se puso en contacto con su representante artístico John Sculley. Esta vez sí había madrugado. A las 6,30 de la mañana se hallaba, con una humeante taza de café con leche, contemplando bastante más satisfecho de lo habitual en él, el trabajo de la tarde anterior, con las primeras luces de un sol que pugnaba por salir de detrás de la masa difusa de las montañas y que tamizada por el filtro natural de nubes que cubrían totalmente el cielo, bañaban la superficie de la tela dando a los colores un matiz casi sensual, dentro del dramatismo que había impregnado a la pintura. Con la confianza que dá la certeza de que se está en el buen camino, había bajado al bar Castro justo en el momento en que lo abrían, para desayunar unas tostadas con pan recién hecho, mermelada de melocotón casera y leche fresca. Después había pedido línea y hablaba en un inglés fluido y sin ningún tipo de acento con Sculley:
—El trabajo va a ser bueno John, muy bueno diría yo.
—Eso no lo pongo en duda, Pier. Sólo dime, ¿para cuando?
—Eso lo sabes también. No deberías preguntarmelo.
—Pier, escúchame, —se oyó a Sculley levantando un poco el tono de su voz, como si de esa forma pudiera ser oído con mayor claridad en la distancia— me he comprometido con la Vanity Star, —hizo una teatral pausa para comprobar si aquello producía el efecto esperado— es mucho dinero, así que no he podido negarme, ¿me escuchas?
—Si, perfectamente. —sabía de la importancia de aquel compromiso, lo había entendido perfectamente, pero en esos momentos tenía en la mente asuntos para él más importantes de lo que podía ser un nuevo éxito profesional y un buen montón de dinero.
—Bien, pues la sala tiene que estar lista para el cinco de septiembre… ¿has oído?
—He oído. —contestó cansinamente Pier.
—Y bien, ¿que me dices?… No, no me lo digas. ¡Tiene que estar!… ¿Pier?
—Escucha John, no haces más que meterme en problemas. ¿Cuando me vas a dejar trabajar en paz, sin presiones? Necesito tiempo para hacer un buen trabajo, ¿eso lo entiendes?
—¡Claro que te entiendo! Es el mercado, ya lo sabes. Tenemos tiempo, no te preocupes. Ya sé que eres el más rápido…
—Yo no me preocupo, eres tú el que está preocupado. Y en cuanto a que soy el más rápido…
—Si, bueno, dime, ¿cuántos cuadros voy a tener?
—Ya estoy en ello, —contestó Pier a punto de perder la paciencia— he empezado a pintar y la cosa va bien. Ya te llamaré digamos… el jueves, ¿de acuerdo?
—¿Cómo? Bueno, pero dime, ¿cuántos?
—¡John… ya hablaremos! —casi le gritó— te llamaré el jueves. —se preparó para recibir un chaparrón de gritos enloquecidos que no llegó. Su agente era una buena persona y nunca le había faltado su comprensión en los momentos de mayor tensión. Quería abarcar demasiadas cosas, eso era todo, pero Pier siempre había sabido ponerle freno en el momento más oportuno. John Sculley era ante todo un buen tipo.
—Como quieras Pier. Llámame.
—Lo haré. Hasta el jueves.

El bar se había ido poblando de algunos hombres, dispuestos, sin duda, a comenzar su jornada de trabajo en los campos, y lo miraban con curiosidad, un tanto huraños. Sin duda le habían tomado por un extranjero. Pagó el desayuno y la conferencia y salió para su casa.

Aprovechando el fresco saludable y la luz atenuada por el cielo cubierto que más agradaba al pintor, decidió aprovechar la mañana trabajando y dejar para la tarde el momento de disfrutar de su estancia allí, y de lo que el destino le pudiera tener preparado. Y pintando volvió a encontrarse, tanto tiempo después, consigo mismo. Sintió renacer en su interior aquella identidad perdida años atrás, enterrada en el rincón más profundo, frío y oscuro de su ser. Siempre había oído hablar durante el “largo camino” de las terribles secuelas de la fama, tan lejana entonces para él. ¿Qué miedo podía provocarle aquello que le era inalcanzable? Sin embargo ahora sabía, hacía ya algún tiempo, antes incluso de que comenzaran las amenazas de Paula y las convirtiera en la desagradable realidad de su divorcio, del rompimiento, la separación de una familia, de la perdida de la custodia de sus dos seres más queridos, quizás fue por aquel entonces cuando comenzó a preveer el desastre, cuando vió claramente, como si lo hubiera leído en el libro de las verdades, que ya no era el mismo. El mismo hombre, medio niño, que tanto se hacía querer por los suyos. El mismo marido que había llegado a hacerse indispensable en su matrimonio, el mismo padre feliz de tener una familia que lo quería y apoyaba. No, no era el mismo. Había ido encerrandose inconscientemente en los intrínsecos laberintos de su propia personalidad en busca, quizás, de una especie de coraza que lo protegiera de elementos tan lejanos y agresivos como le habían ido atacando paulatinamente, despiadadamente en su incipientemente exitosa carrera artística. En realidad sintió en su propia piel el castigo implacable y arrogante de la fama, ciertamente, pero descubrió también, aunque no le sirviera de demasiado alivio, que no era él mismo quien cambiaba voluntariamente, sino el empuje impasible de la masa extraña y ajena que lo modelaba a su antojo. Y también descubrió desencantado lo estériles que resultaban cualquiera de los intentos que inventaba para detener la marcha implacable de la plebe. Tratar de oponerse a las fuerzas del universo, cuando se alían obstinadas en alguna cruzada, por muy injusta y desleal que fuera, resultaba inútil. Pier quiso intentarlo; Don Quijote contra los gigantes-molino. La batalla fue breve, desigual y efímera, y la decepción en la resistencia dió paso a un estado de debilidad, de pleitesía que, con el tiempo, Pier asumiría transformandola lenta y costosamente en autocomplacencia y resignada confortabilidad. Era una especie de apaño trapacero, de chapuza quizás censurable pero que le permitía soportarse a sí mismo —sin demasiada convicción, es cierto— y resistir el embate continuo y abrumador de la turba sedienta de mártires, artistas o cualquier clase de víctimas. Lo veía todo ahora con la misma claridad y fluidez con la que sus manos manejaban sus armas, los pinceles. Con la rabia que dá la impotencia de ser testigo directo de un hecho injusto y estar desprovisto de cualquier oportunidad para cambiar la situación. Pero al mismo tiempo, algo dentro suyo, asomaba para llenarlo de una tan esperada como necesitada armonía, serenidad, placidez. Pasada la angustia de lo desconocido llegaba el turno de la seguridad en la certeza, de lo recientemente revelado, del inesperado hallazgo de sí mismo.

Y el saberse encontrado, después de años de extravío, lo llevó en volandas por encima de cualquier ordinaria inspiración, y pintó arrebatadoramente, enajenado en su éxtasis. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados, pues no veía por ellos, anegados en lágrimas como se hallaban, sino guiado por su alma renacida, recién liberada. Pintó durante horas, y al cabo, se encontró sin más telas, ni bastidores, ni soportes de que servirse.

Y así, cerca de las cuatro de la tarde, se vió obligado a pensar en dejarlo y atender a la llamada de su vacío estómago.

La exaltación y el delirio que le habían poseído durante las más de seis horas de agotador trabajo ininterrumpido, le habían abierto un apetito voraz y le habían dejado físicamente exhausto. Así que después de prepararse y devorar una suculenta comida a base de patatas cocidas y ragout de cordero con verduras, se tumbó en su mullida cama con el ánimo de descansar un momento. No tenía la intención de dormir una siesta que pudiera privarle de una tarde en la agradable compañía de Claudia.

El rugido desgarrador de un cercano trueno le despertó sobresaltado, dejandolo aturdido y desorientado. Las hojas de madera de la ventana golpeaban violentamente el quicio y la lluvia azotaba furiosa los cristales. Un relámpago cruzó el cielo negro llenando la habitación con su luz blanca y cruda. Pier se sentó en el borde de la cama frente a la ventana, tratando de poner un poco de orden a su cabeza. De repente, alarmado, miró su reloj de pulsera, ¡las ocho y media! ¡maldita sea!. Se había quedado dormido y una increíble tormenta se había desencadenado sobre el pueblo. Se levantó y cerró como pudo la ventana. Se quedó contemplando irritado el chaparrón que estaba cayendo sobre los tejados y el torrente de agua que bajaba por las callejuelas empinadas. Aquel imprevisto hacía del todo imposible una visita a la casa de Claudia. Por otra parte, se había hecho demasiado tarde. Se preguntó si se habría quedado esperandole… ¡En fin!, pensó, habrá que esperar a mañana para intentarlo de nuevo.

Desilusionado y enojado como estaba, se tumbó de nuevo en la cama, y pensando en Claudia y escuchando como se alejaba el sonido de los truenos, y con ellos la tormenta, se volvió a dormir.



jueves, 17 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 5 de 6)


CAPÍTULO QUINTO


Debía de haber estado lloviendo durante toda la noche para que todo estuviera tan mojado. Al bajar a desayunar al bar, Pier había encontrado verdaderas dificultades para atravesar algunas de las calles por estar totalmente inundadas. Otras, formaban auténticos ríos en los lugares de más pendiente. Afortunadamente, el malhumor con que se había ido a la cama la tarde anterior por no haber sido capaz de aprovecharla de mejor forma, se había ido diluyendo con el agua gracias al paseo matutino, durante el cual, las ideas se le habían ido refrescando tras el desayuno.

Ahora, mientras hacía repaso del trabajo realizado la mañana anterior, el ánimo había sido recuperado y convertido casi en euforia. Comprobó sobrecogido que no solo había pintado los cinco bocetos preparados durante la excursión a la montaña del castillo, sino que, en un alarde pocas veces protagonizado de inspiración y verdadera demostración de capacidad artística, habíase dejado llevar de la mano de las musas —aliadas suyas en más de una ocasión— y había versioneado libremente algunos de los lugares visitados y de los que no había tomado más apuntes que los mentales. Se encontró, después de una memorable jornada de trabajo, con un total de trece óleos totalmente terminados (todo el material que había traído en el coche), siete más de los que había preparado previamente. Y lo más asombroso; había dejado de pintar por la falta de material que lo había sorprendido en medio del fragor de aquella sublime actividad.

Pensando en salir a por más material a alguno de los pueblos algo más grandes de los alrededores (en ese pueblo sabía que no podía ni encontrar la prensa a menos que la encargara de antemano en uno de los bares de la pequeña plaza de los árboles), se le ocurrió que podía pasar por casa de Claudia y proponerle un almuerzo íntimo en algún lugar en que pudieran pasar totalmente desapercibidos. Eso en ese pueblo, ya era algo imposible de conseguir.

Aquella podría ser una inmejorable oportunidad para tratar de averiguar algo más acerca de ella. Tal y como habían quedado las cosas durante la última charla…

A Claudia pareció gustarle la idea, pues aceptó casi sin dejarle terminar la propuesta. Lo cierto es que eran más bien escasas las oportunidades que tenía Claudia de salir de su casa, y menos aún del pueblo. Su madre no se encontraba en casa en ese momento, quizás eso también había ayudado.

Pier esperó fuera mientras ella entraba a ponerse algo de ropa. Le había abierto la puerta con tan sólo una camiseta de anchas mangas y lo suficientemente larga como para dejar visibles sus bonitas rodillas. A él le había parecido que estaba encantadora de aquella guisa, pero ella, riendo le había insistido en que podrían haber tenido problemas de haberse paseado así por algunos lugares. Cuando volvió a salir Pier se quedó encandilado contemplando a aquella mujer que, se pusiera lo que se pusiera, siempre conseguía estar preciosa y apropiadamente femenina. Tenía un buen gusto innato y exquisito.
—¿Te parece que voy mal? —le había preguntado notando que la miraba descaradamente.
—¡Qué dices! Todo lo contrario, estas…preciosa.
—Vamos, no exageres. También querías que saliera sólo con la camiseta.

Pero de la misma manera que Pier se había encandilado al verla aparecer por la puerta, ahora era Claudia la que se quedaba deslumbrada ante la presencia del espectacular coche de su amigo.
—¿Este es tu coche? —le preguntó desconcertada.
—Si, ¿qué tiene de malo? —le contestó divertido.
—¿De malo? ¡Es auténtico!

Parecía una adolescente a la que hubieran dado rienda suelta en una tienda de ropa de moda. Lo cierto es que Pier, en vista de que el tiempo parecía escampar, había quitado la capota de lona blanca y había dedicado su buena media hora a dejar el coche lustroso. El bien conservado Playmouth del 57 lucía orgulloso e imponente sus brillantes colores característicos, rojo y blanco, y los destelleantes cromados destacando sobre la tapicería de piel color marfil. Bajo los primeros rayos de un sol que se filtraba entre las últimas nubes rezagadas, el clásico automóvil de la factoría de Detroit aparecía deslumbrante.
—No vamos a pasar desapercibidos precisamente, —sonrió Claudia— pero me encantará subir en él.
—Bueno, me alegro, porque no he traído más coche que este.

Claudia le aconsejó en qué pueblo sería más probable encontrar lo que buscaba, y le indicó el camino hasta allí. Después de cargar el maletero con diez telas de varios tamaños, buscaron un lugar donde almorzar y lo encontraron en una calle bastante amplia, después de cruzar un puente de un carril que dividía el pueblo en dos y que salvaba el desnivel espectacularmente profundo de un riachuelo pobremente caudaloso. Aparcó el coche en la misma puerta del bar, a fin de poder controlarlo, y entraron a sentarse en una mesa junto a la pared del fondo. El sitio era fresco, tanto como antiguo. A Pier le gustaban los lugares donde podían apreciarse las huellas y costumbres de un pasado arcano y misterioso.
—Me encantan estos bares tan antiguos. —dijo Claudia— Son tan sugestivos.
—Vaya, —se sorprendió Pier— estaba pensando lo mismo.
—Entonces es que he acertado en la elección.
—Plenamente. —Sonrieron.

Pier se sentía completamente feliz. Hasta ahora había ido desarrollandose casi todo como si obedeciera a un plan perfecta e infaliblemente trazado. Había tratado por todos los medios de no caer en ese error fácil de planearlo todo hasta el último detalle (sin lograrlo plenamente), que le habría podido costar serias decepciones. Pero le alegró pensar que todo transcurría como a él le hubiera gustado que sucediese.
—¿Fumas? —le ofreció a Claudia un Lucky Strike.
—Gracias. El que no fumabas eras tú.
—He cambiado… en muchas cosas. —contestó encendiendole el cigarrillo con su Zippo dorado.
—¿Estás seguro?
—¿Por qué lo dices? —quiso saber.
—Bueno, yo no te noto tan cambiado, a pesar de los años que debe hacer que…
—Quince años.
—¿Tantos? —se sorprendió— Vaya, que controlados los tienes.

Pier dió una larga calada a su cigarrillo antes de hablar.
—Puedes creerlo o nó, pero a pesar de todo lo que me ha ocurrido, tanto de bueno como de malo, en todo ese tiempo no he podido dejar de pensar en volver, en venir a este pueblo, con todas las dudas que me asaltaron siempre… —se detuvo a tiempo de no decir algo que deseaba vivamente haberle dicho pero que su conciencia le advertía que podía ser causa de arrepentimiento, por lo que decidió callar, al menos de momento.

Claudia percibió ese silencio forzado, pero no resistió la tentación de preguntarle:
—¿Y a qué se debe tanto interés?

Pier sonrió reflexivo. Miraba concentrado el hilillo de humo azul subir en línea recta para luego formar caprichosas figuras ascendiendo hasta desaparecer. No fue capaz de mirarla a los ojos.
—Hace muchos años —comenzó a decir— algo sucedió, algo que me afectó más de lo que yó hubiera deseado. Alguien se cruzó en mi camino, se instaló en mi cabeza, se adueñó de mi voluntad. Una persona a la que yo no podía ambicionar, no debía. —Hizo una pausa para encender otro cigarrillo. Claudia permanecía sumamente atenta y no intervino— Creo que me enamoré. Si, eso fue lo que ocurrió. Desoyendo los dictados de la razón sucumbí a los deseos de mi corazón. Pero yo estaba comprometido y ella también. Aunque no era ese el principal motivo que la hacía inalcanzable para mí, sino la certeza de que jamás me habría aceptado. No hubo ninguna proposición, ninguna declaración, sencillamente lo sabía. Bien, pues el tiempo, ese maldito que dicen que lo cura todo nunca se dignó a ayudarme.

Pier se quedó esperando ver qué efecto producían aquellas declaraciones en Claudia. De pronto se había visto envuelto en una confesión a tumba abierta y sin posibilidad de enmienda, harto elocuente para él pero de enigmáticas consecuencias. Había descubierto el motivo de su presencia allí y lo que fuera a ocurrir habría de aceptarlo sin ningún tipo de queja ni lamento. Había revelado su juego, sus cartas.

A Claudia el corazón se le había disparado en una loca carrera. Había escuchado atentamente y creía haber entendido. Para ella estaba perfectamente claro quién era esa persona de la que hablaba, tampoco había tratado de camuflar demasiado su identidad. Pero necesitaba saberlo, no podía cometer un error, podría haber un malentendido. En todo caso ¿qué pretendía Pier en realidad? Se sobresaltó ligeramente al oir de nuevo su voz.
—¿Sabes de qué estoy hablando?

Precisaba oírselo decir. Tenía que escuchar qué era lo que quería. Qué buscaba Pier.
—La verdad, estoy un poco confundida.

Notó que a Pier le temblaba perceptiblemente el cigarrillo entre sus dedos. Ella no sabía dónde poner sus manos, tan pronto cruzadas bajo su barbilla como retorciendolas en su regazo, debajo de la mesa.
—Esa mujer eres tu. —le dijo por fin.

A Claudia se le dibujó una sonrisa nerviosa, un gesto fugaz que dió paso a una profunda melancolía. Ahora que ya se lo había confirmado, que sus sospechas habían sido ratificadas, acudió a ella esa serenidad que tan bien la había sabido captar aquel hombre que tenía delante.

En el aparato de música que había junto a la máquina de café sonaba “Piensa en mí” de Luz Casal. Pier pensaba en lo bien que iba esa canción con el momento, las coincidencias que encontraba en su letra. Era como si la providencia atendiera peticiones musicales. Había estado soñando con ese momento durante años, y por fin había ocurrido, en aquel pueblo desconocido para él, en aquel bar de ambiente agradable y propicio. Y aún después de haber sucedido, seguía esperando la reacción de Claudia, que había enmudecido y lo miraba enigmática.
—¿Y bien? —se atrevió a preguntarle.
Claudia arqueó las cejas de forma significativa y en su mirada asomó un brillo de profunda tristeza.
—No sé que decir… no me lo esperaba.
—¿En serio?
—Yo… bueno, no tenía ni idea. Tú nunca diste muestras de…

Pier adelantó su mano derecha y cogió la mano izquierda de Claudia. Estaba helada.
—Ante todo no quisiera hacerte daño. No he venido de tan lejos y después de tanto tiempo para hacer que lo pases mal, para herirte… Si en algún momento crees que debería marcharme, no tienes más que decirmelo.

¿Cómo decirselo? pensó Claudia dedicandole una media sonrisa. ¿Cómo decirle que hubo un momento en que ella sintió lo mismo, incluso la misma sensación de impotencia al pensar que nunca alguien como él podría fijarse en una mujer insignificante como ella? Con el paso de los años, y en la distancia, había terminado por aparcar aquel pensamiento, pero desde su llegada al pueblo, había resurgido de entre las cenizas del olvido. ¿Acaso tenía que ver con ella su presencia allí? había pensado, ¡imposible! Pier nunca había mostrado por ella más interés que el que provoca la amistad. Eso se había dicho, y ahora, acababa prácticamente de declararsele. Y aún le decía que si quería que se marchase.
—No… no quiero que te marches. —le dijo con voz casi inaudible.
—De acuerdo. —sonrió Pier.

Finalmente sólo habían pedido unas cervezas y yá habían terminado con ellas.
—¿Prefieres que nos vayamos de aquí?
—Si, por favor.

Durante el camino de vuelta no hablaron cuanto apenas. Algún comentario superfluo sobre el tiempo o el paisaje. El descapotable corría veloz por la solitaria carretera de regreso al pueblo. El mismo camino que tan sólo cuatro días atrás había recorrido cargado únicamente de ilusiones. Claudia, arrellanada en el asiento de piel parecía sumida en profundas reflexiones. Su cabello flotaba en libertad a merced del viento y a Pier le pareció que estaba más bonita que nunca. Ella no había soltado prenda desde su declaración, por lo que aún estaba sobre ascuas y ansioso por obtener algunas respuestas. Su reacción no obstante había sido de lo más tranquila y sosegada, cosa que todavía le daba algunas esperanzas. Sin embargo hubiera preferido oirle decir cualquier cosa, tanto para bien como para mal. De esa forma sabría ahora mismo a qué atenerse. Con todo, tenía el presentimiento de que algo importante iba a ocurrir aquel día. Y no andaba muy desencaminado.

Entrando al pueblo, Claudia pareció despertar de su letargo. Le dijo:
—Preferiría no ir a mi casa ahora.

Pier, sin apartar la vista de la carretera le ofreció ir a la suya.
—Si, por favor.

Bueno, pensó, aquello superaba todas las espectativas.
—Pero a mi casa hay que entrar con la sonrisa por delante. —bromeó tratando de levantar el ánimo de Claudia.
—Esta bien, —sonrió tímidamente— lo intentaré.

No le gustaba a Pier verla con aquel semblante serio y circunspecto. Tampoco esperaba que una revelación como la que acababa de hacerle la pusiera a dar saltos de alegría, ni tampoco provocarle la ira y el furor, pero aquella actitud precisamente… quizás por ser la más natural no la entendía mucho.

Como Claudia sabía cual era la casa no tuvo que preguntarle, caminaron uno junto al otro, en silencio, hasta llegar a la misma puerta. Pier sacó el manojo de llaves, abrió y entraron los dos.
—¿Quieres beber algo? —le preguntó mientras abría las ventanas para que corriera un poco de aire— ¿Un licorcito?
—¿Tienes de manzana? —pareció animarse Claudia.
—Y de melocotón.
—De manzana, gracias.
—¡Muy bien! que sean dos. —tras lo cual desapareció en la cocina. De vuelta con los dos chupitos encontró a Claudia clavada en medio del salón, con las manos cogidas en la espalda. Pier le tendió el vasito y pensó en chocar su vaso en forma de brindis, pero desechó rápidamente la idea. Todavía no había un motivo demasiado claro de celebración.
—¿Puedo ver lo que estás pintando? —le preguntó de repente Claudia.

A Pier le encantó la idea. Allí arriba estaría en su terreno, podría impresionarla mejor que en cualquier otro lugar del mundo. Sintió el cosquilleo de amonestación de su conciencia reprendiendole por tales pensamientos. ¿Impresionarla? Lo que tenía que hacer era comportarse con naturalidad. Ser él mismo. La artificialidad no era el mejor camino para llegar a ningún lado.
—¿Te apetece? —le preguntó.
—Me encantaría ver dónde trabajas, lo que haces.
—Adelante pues, por aquí. —la precedió escaleras arriba, y al igual que hizo abajo, abrió dos de las tres ventanas de la aldana para que corriera un poco de aire fresco.

El olor penetrante del óleo, el aguarrás y la trementina cautivaron a Claudia, que aspiraba el aire viciado antes de se perdiera en la corriente de aire nuevo.
—Me encanta este olor. —le confesó.
—Es el aroma de que me alimento.

Pier, asumiendo el papel de cicerone, le fue mostrando todos los cuadros pintados en la jornada anterior y comentandole cuáles habían sido los sentimientos que los habían inspirado. Claudia asistía fascinada y emocionada a aquella demostración práctica de arte y sensibilidad que le provocaban un estremecimiento tras otro.

Así consumieron dos horas largas antes de que la conversación derivara de nuevo en la inesperada y sorprendente declaración de Pier durante el almuerzo. Claudia estaba sentada en la banqueta alta de madera que Pier utilizaba más para contemplar los cuadros una vez terminados que para pintarlos. Le gustaba trabajar de pie, sin estorbos, con total libertad de movimientos. Por su parte, él estaba apoyado de espaldas a la ventana desde la que mejor se podía contemplar la profundidad del valle. Rebuscando las palabras más adecuadas para no romper la magia que se había creado entre ellos en las últimas horas, Pier le estaba diciendo:
—Me gustaría que mostraras la misma sinceridad con la que te he hablado yo esta mañana. No me ha resultado fácil hacerlo, así que imagino que a tí también puede que te cueste un poco, pero me gustaría saber qué es lo que piensas de lo que te he contado.

Claudia se removió inquieta sobre la banqueta, buscando una posición más cómoda, como si se dispusiera a pasar un montón de horas allí sentada.
—Bueno, —empezó soltando el aire— si, voy a tratar de ser sincera, contigo y conmigo misma. Puedes estar seguro de que no me va a resultar nada sencillo. No estoy acostumbrada a este tipo de confidencias. Ni siquiera con Hector han sido frecuentes. Eso por no decir que han sido inexistentes. —Hizo una pausa para hinchar sus pulmones de aire y soltarlo seguidamente. Subió los pies al travesaño más alto de la banqueta y rodeando sus rodillas con los brazos, apoyó la cabeza en ellos antes de continuar—. La verdad es que ha sido una auténtica sorpresa. Me refiero a todo eso que me has contado… después de tantos años. Resulta increíble… y a la vez me halaga, por supuesto. Como mujer me complace que un hombre sienta interés por mí, y si se trata de alguien por quien yó siento aprecio y cariño, pues con más razón.

Pier, cruzado de brazos y a contraluz de Claudia, daba la sensación de ser tan sólo una imágen estática, inerte y sin vida, cosa que hacía más facil la exposición de la mujer.
—Cuando te conocí, no me llamó especialmente la atención nada en tí. Me has pedido que te sea sincera…—se disculpó, aunque Pier seguía mudo y sumido en una quietud rara de ver en alguien tan inquieto como él— Sin embargo, a medida que te fuí conociendo un poco más en profundidad, fue hechizándome lentamente tu personalidad, la sensibilidad manifiesta que para mí resultaba palpable y evidente. Aunque me daba cuenta de que nadie parecía percibirla. No era una atracción física lo que comencé a sentir. No quiero decir con eso que me resultases desagradable o algo así, es que era un sentimiento menos superficial, más profundo e importante para mí. Era como descubrir en tí todo aquello de lo que yó carecía y a la vez soñaba con tener, con ser. De haberme dado la vida la posibilidad de elegir, hubiera querido poseer ciertas virtudes y dones de las que tú eras dueño. No sé si fue por esa razón pero a mí me daba la impresión de que me tratabas con una amabilidad, con una ternura que yó atribuía a la perceptibilidad que en tí parecía anidar a flor de piel. La verdad es que a todo esto, yo estaba bastante enamorada de Hector, y lo que luego han sido defectos y carencias que yá por entonces creía adivinar, me parecían demasiado poca cosa como para darle excesiva importancia. Así que era imposible que yó te mirara de otra manera. Sin embargo, con el paso del tiempo, he echado la mirada atrás algunas veces y me ha pasado por la cabeza la idea, ya sé que disparatada, de imaginar qué habría ocurrido si tú y yó… ¡en fin! si hubieramos formado pareja. Y, bueno… lo cierto es que, si he de ser sincera, a veces me dá por pensar que contigo mi vida hubiera sido muy diferente. —se detuvo de nuevo para bajar las piernas y apoyar sus manos en ellas.

Por fin Pier pareció volver a la vida, aunque Claudia no podía verle claramente el rostro en penumbras. Sin más rodeos le preguntó:
—¿Mejor?

Claudia se miraba las manos, las movía un poco nerviosa.
—Es posible, ¿cómo saberlo? Tal vez sólo sea la vieja costumbre de desear todo aquello que no se tiene.

Se había creado una atmosfera cargada de sentimiento, de confianza y de unión a medida que habían ido desnudando sus almas, sus corazones. Ahora, prácticamente habían comenzado a sentir, cada uno a su manera, una atracción remota, el uno por el otro.

Claudia había dejado de lado las formas propias de su estricta educación, de su forma de ser para, al menos por una vez, ser sincera. Quizás en la última oportunidad que el destino le deparaba. Vió como Pier se acercaba en silencio, como flotando a ras del suelo y deteniendose ante ella, le cogía las manos y la invitaba a levantarse. Sus miradas se encontraron y ambos fueron conscientes de lo que estaba a punto de ocurrir. En silencio —no había nada más que añadir— se abrazaron, ella con la cabeza hundida en su pecho y él acariciandole el pelo con delicadeza, la mirada perdida en la penumbra de la pared más alejada. Así permanecieron un momento eterno que jamás iban a olvidar. Luego, Pier cogió amorosamente entre sus manos el rostro de Claudia y la miró a los ojos. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas bordeando las comisuras de sus labios sensuales. Labios que Pier besó con dulzura sin encontrar resistencia. Un viejo sueño se cumplía, y la verdad es que no desmerecía en nada el sabor de aquellos labios, mezclado con la sal de sus lágrimas, tantos años de incierta espera. Aquel gesto tantas veces deseado se convertía ahora en realidad, dando por concluída una etapa en la vida de un hombre.


*** *** ***


“He estado ausente demasiado tiempo, pensaba Pier, ahora resulta que las estaciones climáticas han cambiado y agosto se ha convertido en el mes de las lluvias”. De pié junto a la puerta abierta de la casa miraba, entre la cortina de canutillos de madera descolorida, caer la lluvia y formar nuevos y caprichosos ríos que bajaban descontrolados calle abajo. Llevaba un buen rato allí, sin darse cuenta de que el agua había comenzado a formar un charco a sus pies y de que empezaba a estar empapado por las salpicaduras de la lluvia. No sentía el frío tampoco. Seguía pensando una y otra vez en aquel mágico momento en que se habían besado. Había experimentado un estremecimiento para el que no encontraba palabras. También había notado el de ella. Y ahora, Claudia estaría en su casa, allá a lo lejos, mirando quizás caer la lluvia, como él. No era capaz de recordar cuándo había acabado todo, cuándo la había acompañado a su casa, en qué momento se habían despedido, ni cómo. Esos recuerdos ya no existían, nunca habían sido registrados (¿había sido un error o una mera estrategia de defensa?), tan sólo el momento sublime, cogiendole las manos, abrazandola, besandola. Sin embargo había un vacío en su corazón. Un hueco inmenso que nada podría volver a llenar. Claudia le había explicado que, para bien o para mal, —así había dicho— se debía a su marido, a Hector. Lo quería y él la quería. Era su marido y ella su mujer. ¿Acaso no era cierto? ¿Qué podía hacer? Una profunda tristeza se adueñaba lentamente de Pier anulando, casi por completo, aquel momento de alegría contenida. El siempre lo supo, cómo habría de ser, cómo terminaría todo. Sin embargo había tenido más de lo que esperaba encontrar. ¿De qué quejarse?