martes, 22 de abril de 2008


Esta novela corta fue escrita allá por 1993, y pese a no dejar de ser un borrador, me permito el atrevimiento de presentarla en este pequeño espacio para la lectura de quien tenga la curiosidad, o la osadía, de dejarse atrapar por la historia que en ella se narra.

Tan sólo advertir que se transcribe tal cual fue escrita en el momento de ser concebida, sin pasar por corrección alguna, por lo que habré de pedir disculpas ante los errores linguísticos, gramaticales y de forma que podrán encontrarse durante su lectura.

(Podéis acceder a los capítulos en el menú de la izquierda)

(©1993 Jose Montal)


Claudia (Capítulo 1 de 6)


CAPÍTULO PRIMERO


La solitaria carretera de oscuro asfalto serpenteaba empecinadamente mientras el coche, lanzado, ascendía con decisión por la empinada ladera de aquella montaña bordeada de abruptos barrancos y alfombrada por frondosos bosques de aromáticos eucaliptos y coloridas hayas. Las primeras casas blanqueadas con dedicación, año tras año, cobijadas por una extensa alameda que a modo de pasillo saludaba la llegada al pueblo, aparecerían inmediatamente detrás de aquella última curva, allá arriba, como por arte de magia. Y al fondo, mayestática venida a menos, la semiderruida torre del castillo medieval vigilando, pétrea y elevada en su trono, promontorio montañés, la vida sosegada y tranquila de su pueblo protegido.

Pier aspiró profundamente y se dejó acariciar por el aroma fresco y salvaje que llenaba sus pulmones ansiosos de aquella pureza, tan plagada de recuerdos. Echó la cabeza atrás para apartar el pelo que el viento empecinado hacía volar sobre su cara. Eso le hizo recordar su intención, retrasada durante demasiado tiempo, de cortarse el pelo. Resultaba bastante molesto para el tipo de vida que él llevaba, y más aún para viajar en su viejo Playmouth descapotable.

Ese mismo viento empujaba con violentas ráfagas aquel montón de piezas de buen metal, recauchutados, plástico, cromados y piel, que parecían cobrar vida propia en el momento mismo de girar la llave del contacto y asir el volante de nácar blanco con sus manos. Pier ya no era capaz de imaginarse sin su entrañable amigo de carreteras, como él cariñosamente lo llamaba

El día había amanecido totalmente cubierto por densas nubes negras, formando apiñados cúmulos que amenazaban persistentemente con dejar caer toda la lluvia de que eran portadoras. Pensó que era el día ideal para llegar a aquel pueblecito al que tantas veces había descrito como "de invierno" y al que, desde su exilio inevitable, siempre había soñado con volver. «El día perfecto» se oyó decir en medio del rugido borroso del viento confundido con el motor de su querido compañero de viajes.

Se sentía extrañamente eufórico, comedidamente jovial, algo parecido a la placentera sensación que se apoderaba de él cuando creía estar inspirado, aunque mantuviese, por encima de todo, que el trabajo simple y llano, duro y constante, eran las únicas armas, por encima de las musas, para llegar a conseguir el éxito en cualquier campo de las artes. Y Pier sabía lo que decía.

Sin embargo, muy en el fondo de su corazón, una fría punzada de incertidumbre e inseguridad andaban rondando amenazantes para recordarle que aquel viaje emprendido con las mayores ilusiones de ver realizado un sueño, sabidamente complejo, podría tornarse fácilmente en una sucesión de desengaños y decepciones encadenados.

No le había resultado nada fácil tomar aquella decisión, pero la certeza de que tarde o temprano habría de llegar el momento ineludible de ponerse en marcha, había funcionado a modo de catapulta, y lo había impulsado a aquella aventura inevitable.

Una violenta envestida del viento le obligó a poner de nuevo toda su atención en el volante, justo en el momento de tomar la última curva a la derecha, y ver aparecer los primeros olmos de la extensa alameda, protegiendo del escaso tráfico a las pequeñas casas de muros de adobe blanqueado que antecedían y anunciaban al pueblo verdadero.

El cielo se oscureció más aún mientras Pier se dejaba llevar por su Playmouth del 57, con un respeto profundo, silencioso, por debajo de las copas que se abrazaban a más de veinte metros de altura por encima de su cabeza, ofreciendo un techo natural de ramas entrelazadas y frondoso verdor. Y bajo el arco final, el pueblo, bañado por aquella luz iridiscente y apastelada que le recordaba a las acuarelas de W. Turner que viera en Lausana, años atrás. Y despuntando por encima de los tejados la vieja torre, radiante bajo un solitario y oportuno rayo de sol que, abriendose paso a fuerza de tesón entre los blancos algodones, bajaba para señalar la majestad nunca del todo perdida de aquella fortaleza real. «Un cuadro precioso» anotó mentalmente Pier con la esperanza de poder trabajar en él más adelante.

La visión de aquellas casas, a lo largo de la calle principal bordeada de las antiguas moreras, con el bar Castro a la izquierda, repleta la entrada de bicicletas que los ciclistas vocacionales aparcan en masa durante su parada para el imprescindible almuerzo, con la casa del médico justo en frente y la restaurada biblioteca más adelante, haciendo esquina con el destartalado muro de la iglesia, donde iba a volver a aparcar el coche, ese acto tan sencillo de respirar el mismo aire almizcleño y perfumado, congénito y propio de aquel lugar, transmutaba ese temor pusilánime que había ido alimentando durante el viaje, en templada e indolente placidez aunque, no obstante, prefería mantener sus sentidos y emociones en permanente estado de alerta. Aquella aventura incierta no había hecho más que comenzar.

Poco antes del mediodía ya había descargado el coche y todos sus cosas estaban arriba. Pier estaba a punto de desfallecer, pero contento de no haber dejado del todo de hacer algo de deporte. La única manera de llegar a la casa era a través de las empinadas callejuelas de suelo burdamente adoquinado en algunos sitios y de resbaladiza argamasa en otros, que zigzageaban porfiadamente sin dejar de ascender. Había tenido que hacer tres viajes y ahora, sentado en el jorfe que protegía el pequeño zaguán descubierto de la entrada de un pronunciado y peligroso desnivel, las rodillas le temblaban aparatosamente mientras trataba de recobrar el aliento.

Más arriba tan sólo quedaban un par de casas y después, la ladera arbolada y el castillo. Desvió la mirada hacia la casa que iba a habitar durante, al menos, ese mes de agosto, mientras se secaba la frente y la casera le reprendía por no haberla avisado para que mandara a su hijo a ayudarle con las maletas.
—Debió de avisarme —insistía acalorada la rolliza mujer— mi chico está más acostumbrado a la faena.
Se preguntó si tan precario sería su aspecto y a qué faena estaría acostumbrado su chico.
—No se preocupe, —la tranquilizó— me ha sentado muy bien el ejercicio.
La hacendosa mujer ya no podía oirle, se había perdido por el oscuro interior de la casa, abriendo afanosamente puertas, contraventanas y ventanas mientras gritaba, dándole ordenes a su hijo, para que fuera dejando las maletas y demás trastos donde el señor Pier le fuera indicando. El muchacho de aspecto mas bien enfermizo, de rostro anguloso, pómulos marcados y unas negras ojeras que hablaban muy poco a favor de su salud, salió junto a los bultos y se quedó mirando a Pier sin decir nada, con los brazos caídos a lo largo de su delgado cuerpecillo. Pier se alegró enormemente de no haber llamado a su madre para pedir la ayuda de su "chico acostumbrado a la faena". Se levantó trabajosamente y tras coger las dos maletas más pesadas aconsejó al pequeño que entrara lo demás y lo dejara junto a la puerta. Él mismo encontraría el lugar más adecuado para cada cosa.

Recorrió con la mirada la planta baja que olía a cerrado, a madera vieja, a barniz añejo. Entrecerró los ojos y aspiró profundamente, y se deleitó con aquel olor que para él adquiría el valor de un perfume, un aroma que le era familiar; alguna casa en aquel mismo pueblo olía exactamente de la misma forma. No había tenido ocasión de verla anteriormente pero la casa comenzaba a gustarle. La estancia principal servía de comedor salón, y aunque la distribución no aprovechaba demasiado bien el espacio, era bastante acogedora. Le llamó especialmente la atención una gran roca en la esquina a su izquierda, en la que alguien había tallado unos escalones que no conducían a ninguna parte. A su derecha, junto a la puerta de entrada había una habitación, espaciosa y bien iluminada, y en la pared del fondo tres puertas daban paso a la izquierda a una gran alacena excavada sin duda en la montaña, en el centro la cocina inequívocamente rural, de suelo de cemento, paredes encaladas de blanco y pilas de piedra. Dentro de la cocina había un pequeño pasillo que terminaba en otras dos puertas, una la del cuarto de baño, decentemente reformado, y otra que daba salida a un minúsculo corral, donde había construido un paellero. Y a la derecha otra habitación que daba a la calle lateral por la que acababa de subir tan penosamente con sus cosas. Junto a la puerta de ese cuarto arrancaban las escaleras que conducían al piso superior.

Se disponía a subir por ellas para echar un vistazo cuando oyó a la mujer que bajaba llamando a su hijo. Al verlo allí parado junto a la puerta y las maletas lo miró furiosa y ante la inminente y monumental regañina que se le venía encima al pobre muchachito, Pier decidió interceder rápidamente para tratar de evitar lo que se le antojaba no obstante inevitable.
—Le he dicho a su hijo que dejara mis cosas ahí, aún no he decidido como voy a instalarme.

La mujer, que ya había abierto la boca para escupir culebras, miró recelosa a Pier, como reprobandole que le hubiera impedido reñir a su hijo y aprovechó la ocasión para gritarle cualquier cosa.
—¡Vete pa'bajo, anda!. Y dile a tu padre…—pareció pensarselo antes de seguir— que la comida va a estar enseguida. El chico desapareció silenciosamente y la casera quedó a solas con el inquilino.
—Iba a subir ahora a ver la parte de arriba.
—Ya, bueno. He abierto las ventanas para que se ventile, huele un poco a cerrado pero en seguida se irá.—le dijo sin que sonara a disculpa.
—No se preocupe.

La señora, deseosa de agradar, parecía reacia a marcharse, frotaba nerviosamente sus manos y miraba inquieta tratando de encontrar algún pequeño detalle que se le hubiera escapado. Finalmente desistió, se decidió a darle a Pier las llaves de la casa, y después de recomendarle las comidas del bar Castro y a ella misma y a su familia para lo que necesitara, se fue con un suspiro, tan silenciosamente como lo había hecho su hijo.

Le resultaba extraño pensar que si la vida hubiera dado un pequeño giro en la dirección adecuada y en el momento preciso, él mismo podría estar formando parte de la vida de aquel pueblo, al que tan bien representaba la iracunda casera con su desnutrido hijo a las espaldas. Se acercó a cerrar la puerta que nadie había cerrado y, por fin, pudo subir al piso de arriba. Y lo que allí vio le gustó. Lo que debió ser la antigua aldana, conservaba todavía la sobriedad y sencillez con que fuera construida. Totalmente desprovista de tabiques, ocupaba la misma superficie que la planta baja, de forma visiblemente triangular, con una ventana a la izquierda, la que daba a la pequeña callejuela, y tres ventanas más en la pared que constituía la fachada de la casa. Nada más. Espacio y muchísima luz, perfecto para pintar.

Pier, satisfecho de comprobar que la descripción que le hicieran de la casa se ajustaba perfectamente a la realidad, se acercó a una de las ventanas de la derecha, y apoyado en el quicio dejó que una suave brisa perfumada acariciara su rostro. La vista desde allí era sencillamente impresionante. Se podía ver, por encima de los tejados y hacia el este, todo el valle verde y profundo, con sus montañas fundiendose, brumosas, con el horizonte, y salpicadas con el blanco de pequeños pueblos parecidos a este. Por un momento pudo volver a sentir el estremecimiento de los truenos, lejanos en el tiempo, y contemplar cómo las nubes, cada vez más densas y siniestras, configuraban una tormenta que iba borrando el valle bajo la lluvia y los relámpagos. Angel, Rafa, Sergio y él mismo habían subido al castillo, dejando a las chicas protestando en casa, para estar más cerca del cielo, para sentir la húmeda lluvia, para ver cómo los rayos cruzaban peligrosamente sobre sus mojadas cabezas y aterrizaban, con un gran estruendo y por fortuna, lejos de ellos. Y cómo Angel, precavido donde los hubiera, los había sorprendido a todos sacando de su bolsillo un pequeño paquetito que, como por arte del “birli-birloque”, transformó en un impermeable de un llamativo color amarillo limón. Los dejó atónitos a todos, pero no disfrutó de la tormenta tanto como los demás.

Si, aquel era un lugar que, aunque lo había frecuentado bien poco, le traía recuerdos especialmente intensos –que no siempre gratos– de los momentos vividos allí con sus amigos, con sus parejas. Amistad, amor, pasión, eran palabras que ahora le semejaban huecas, carentes de sentido. Celos, desprecio, sufrimiento, SOLEDAD, cobraban un especial significado al que no había tenido otra opción que acostumbrarse.

Casi quince años después, allí estaba de nuevo, arrastrando aquellas palabras que le pesaban como losas de granito, pero esta vez solo, dueño de sí mismo, de su vida, sin más responsabilidad que el compromiso de su propio comportamiento, pero tremendamente confundido ante lo que pudiera ocurrir si se dejaba llevar por esos instintos, anhelantes y codiciosos, que pedían a gritos ser escuchados y ante los que se encontraba tan vulnerable, tan vencido. Finalmente su debilidad le había llevado hasta allí, y ahora se preguntaba si, después de perder la primera batalla habría de perder también la guerra, o si por el contrario estaría dramatizando en exceso y podría hablarse, una vez hubiera pasado todo, de victorias. La noción de ese debate interno, la certidumbre de la existencia de aquella duda, le daban a Pier alguna esperanza de no dejarse atrapar, de no verse inmerso, de nuevo, en algo de lo que no estaba muy convencido fuera a salir airoso. Pero el hecho de que, a lo largo de su vida, cualquier cosa que le había pasado por la cabeza, había terminado sucumbiendo a su testarudez y fuerza de voluntad, hacía que la sensación de angustia y zozobra, no acabaran de abandonarle.
—Bien, aquí estoy. —murmuró en voz baja, consciente de que hablaba para sí mismo.

Le había costado muchos años dar aquel primer paso, y ahora ansiaba convertirse, durante el tiempo que permaneciera en el pueblo, en parte de él, como ella, como todos los demás. Respirar su mismo aire, mojarse con su lluvia, beber la misma agua, ser el pueblo mismo.

Volvió a llenarse los pulmones con aquella fragancia concisa que permanecía latente, recuerdo de otra época, en su olfato ávido y experimentado. El universo de sensaciones al cual tenía acceso Pier por medio del sentido olfativo, era en realidad uno de los más inspiradores, sugestivos e inagotables a los que daba prioridad absoluta por encima incluso de cualquier numen o de las gastadas musas. Sin caer en el error de atribuir tal cualidad a su calidad de artista, Pier era plenamente consciente de que pocos eran los elegidos para tener conciencia y deleitarse conscientemente de aquel don que él sabía exprimir al máximo, hasta convertirlo en parte vital de su éxito profesional. Si una imagen valía más que mil palabras, un olor, un aroma, una fragancia se convertía en un vergel de infinitas sensaciones, que siempre relacionaba inevitablemente a un sin fin de imágenes gráficas, casi siempre plasmadas inmediatamente en forma de óleos, acuarelas e incluso en algunas esculturas. Sin embargo le quedaba una deuda pendiente –eso pensaba al menos– con aquel pueblo, pues jamás había aprovechado aquel torrente descontrolado de inspiración que llegara a sentir en sus visitas anteriores, obligado por otra parte —buscó como excusa— por la presencia de tantas personas a su alrededor, imposibles de evitar, imposibles de ignorar. Nunca había sido el momento oportuno, y encontrarlo le había llevado años. Sonrió ante esta ocurrencia. Él no estaba allí sólo por ese motivo, en realidad, el trabajo en sí ocupaba un lugar secundario. ¿A quién pretendía engañar? Estaba allí por ella.

Un trueno sonó lejano, débilmente, allá donde las nubes formaban una mancha casi negra. Era muy posible que a la tarde lloviera.

Pier decidió que no tenia apetito y pasó el resto del día acomodando sus cosas en el dormitorio de la planta baja que daba a la calle lateral, pues le parecía la más fresca y amplia y desde allí podia verse parte del pueblo, de sus tejados rústicos y de la zigzageante calleja por la que se llegaba a la casa. Desembaló sus trastos de pintar –como él los llamaba– y los subió junto con el caballete a la aldana, donde se fabricó una rústica mesa con maderas que encontró allí, dejando el que iba a ser su estudio por algún tiempo, listo para empezar a trabajar en cuanto creyera oportuno.

Cansado por el largo viaje y el duro ejercicio de subir sus cosas y acondicionar la casa, Pier se acostó temprano y cayó rendido, casi en el acto, en un profundo sueño.