sábado, 19 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 3 de 6)


CAPÍTULO TERCERO


Unos insistentes golpes en la puerta, a modo de llamada, le acababan de rescatar de aquella agitada pesadilla, pero mientras bajaba atropelladamente hacia la planta baja, tratando de ponerse unos pantalones cortos de deporte, el corazón había comenzado a golpear furiosamente en su pecho; ¿quién podía ser?

Todavía aturdido abrió la pesada puerta de roble macizo, y la visión de aquella cara blanca y regordeta del ama de la casa le tranquilizó enormemente.
—Perdone que lo moleste, —le dijo algo azorada— me preguntaba si todo estaría a su gusto, si necesitaría algo.
—Gracias, —contestó Pier entornando los ojos y tratando de protegerse de la intensa luz de la mañana poniendo su mano a modo de visera— todo esta bien.
La voluntariosa mujer se le quedó mirando con el gesto preocupado. Pier le aclaró:
—Acabo de levantarme.
—No le habré despertado ¿verdad? —se alarmó de su osadía la casera.
—No…no se preocupe. Acababa de despertarme, eso es todo.
—Bueno, le dejo. Si necesitara cualquier cosa…
—Se lo haré saber, vaya tranquila. —le hizo un gesto de despreocupación con la mano.

Cuando cerró la puerta tras de sí, miró la hora en su reloj de pulsera, ¡las ocho y media de la mañana! Dios santo, ¡que si lo había despertado! Sintió repentinos deseos de subir corriendo arriba y echarse de nuevo en la cama para seguir durmiendo, pero el estado de excitación en el que se encontraba, primero por la absurda pesadilla y luego por el súbito despertar, recomendaban ni tan siquiera intentarlo. Decidió que lo mejor que podía hacer era aprovechar aquella mañana que, por primera vez en tres días, aparecía con el cielo despejado y un sol radiante. Se duchó y se preparó un desayuno a base de café con leche y tostadas con mantequilla de cacahuete y mermelada de melocotón.

Entre bocado y bocado, haciendo girar la cucharilla en la taza, le daba vueltas y más vueltas al extraño e intrincado sueño del que afortunadamente acababa de librarse. Todo allí le iba a llevar a lo mismo, era inevitable. Así que cuanto antes tomara las resoluciones oportunas y las pusiera en práctica, antes podría saber a qué atenerse. Deseaba poder respirar tranquilo, estabilizar sus emociones, confusas e inseguras. Aunque, desde luego, tampoco descartaba tener que hacer de nuevo las maletas y salir del pueblo tan ligero como había llegado. Ansiaba ardientemente ponerse en marcha, terminar de deshojar la margarita que tanto tiempo llevaba en su equipaje. Pero a la vez era sumamente consciente de que el rumbo a seguir todavía no había sido trazado. No había dado aún con la fórmula adecuada para acercarse a aquella mujer que tanto respeto —¿o miedo?— le causaba. Recordando la escena del bar del día anterior, deseó nuevamente que la noticia de su presencia en el pueblo hubiera llegado a sus oídos. Aunque de ser así, ¿de qué iba a servirle? Sabía que Claudia no iba a correr a su encuentro (él si lo haría), era una mujer sensata y muy dueña de sus emociones, que por otro lado Pier desconocía. Nunca supo si ella había llegado a sentir algo por él, por más que Pier hubiera imaginado en multitud de ocasiones las más atrevidas situaciones y los más íntimos sentimientos. Y para rematar todo aquello y si nada había cambiado en los últimos años, (no tenía noticias de que así hubiera sido) Claudia seguiría siendo una mujer casada. De modo que debería conducirse de la manera más cauta posible si quería acercarse a ella sin levantar —de momento— demasiadas sospechas. Las gentes de los pueblos tenían un olfato especial para detectar amores y pasiones allá donde los habitantes de las grandes ciudades no podrían ni sospecharlas. Esto lo había aprendido Pier en su propia carne en los tiempos en que solía viajar en busca de paisajes para sus cuadros en las que él había bautizado como “excursiones rurales”.

Finalmente llegó a la conclusión de que lo más sensato y natural era intentar un encuentro casual merodeando los alrededores de su casa, y como último recurso llamar a su puerta con la intención de una visita formal, con el derecho que se supone que da una antigua amistad.

Dió el último sorbo al café con leche y se recostó sobre el respaldo de la silla, estiró las piernas y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Se sentía tímidamente satisfecho de haber tomado, por fin, una decisión que por lo demás le resultaba ciertamente esperanzadora. Siempre había adolecido de cierta tendencia al tremendismo y a exagerar sus puestas en escena cuando trataba de conseguir algo de suma importancia para él. Sin embargo, la estrategia para aquella misión (aún no preparada, pero que comenzaba a tomar cuerpo en su cabeza) le parecía de lo más espontánea y, en apariencia, nada premeditada. ¡Que lejos de la realidad! No obstante, mientras se masajeaba la nuca con los pulgares, con suaves y delicados movimientos circulares, miraba a la antiquísima lampara del techo de la cocina y se sentía enormemente feliz.

Esa mañana sí salió con la carpeta de bocetos bajo el brazo y subió al castillo cargado de la energía necesaria para empezar una buena jornada de trabajo. En total tomó apuntes rápidos de cinco vistas distintas. Una desde el comienzo de la pendiente; el sendero de hierba ligeramente pisada que formaba el camino hacia el castillo, con el bosquecillo de la docena escasa de pinos y la atormentada torre asomando por encima de ellos, y con un tercio del papel dedicado al cielo, mucho más límpido que en días precedentes. La segunda imagen era inevitable estando allá arriba; desde las mismas ruinas y mirando hacia abajo, el milenario campanario coronando la masa roja de los tejados, partidos por la recta carretera que atravesaba el pueblo de norte a sur y el reluciente valle como fondo. El tercer boceto se trataba de una imagen que había fijado en su memoria muchos años atrás, en su primera visita a aquella montaña; un primer plano de la solitaria torre con los restos diseminados de las ruinas alejandose de ella. Pero aquí plasmaría un cielo atormentado, gruesas nubes negras de tormenta harían un fondo en el que resaltaría dramáticamente la blanca sillería de la torre. Los cuadros cuarto y quinto serían vistas de la extensión que podía verse al oeste de la torre, la parte más abrupta, por donde el barranco presentaba una caída impresionante, y la parte del sur, desde donde las montañas se sucedían infinitas hasta perderse en el brumoso horizonte.

Después de más de tres horas de apasionada dedicación, verdadero tour de force, Pier decidió que era el momento de empezar a dirigir sus esfuerzos hacia otros menesteres que esperaba le fueran más satisfactorios todavía que los estrictamente artísticos. Puesto que por fin había tomado la determinación de que aquel iba a ser su “día importante”, resolvió comenzar a actuar cuanto antes. Así que después de dejar los bártulos en el estudio se premió con una gratificante ducha de agua helada, auténtico bálsamo para su cuerpo y su espíritu, se vistió con ropa ligera pero elegante y bajó al bar Castro a disfrutar de una buena comida y…

Aquel era eminentemente un pueblo para el verano. No atraía el turismo en masa, ni mucho menos, se trataba de un lugar alejado de cualquier capital importante y demasiado pequeño para tomarse la molestia de acercarse a conocerlo, pero ocurría que, en la época veraniega, se poblaba de gente muy joven, familiares y vecinos de los habitantes del pueblo, y que eran más que suficientes para llenar los vacíos que se producían durante el resto del año. Ese era el motivo de que, recién estrenado el mes de agosto, resultara tan difícil encontrar una mesa al gusto en el bar Castro. Si uno no se daba maña y prisas podía incluso encontrarse sin sitio para comer. Y así fue que, cuando Pier llegó, la parte de restaurante al fondo del local, separada de la entrada por medio de unos biombos acristalados, se hallara repleta de bulliciosa juventud y de algún que otro veterano, por lo que tuvo que conformarse, con una mal disimulada desgana, con una mesa sin mantel justo al lado de la máquina tragaperras y de la entrada misma del bar. No obstante, este hecho casual e inesperado, lo recordaría más adelante como crucial y de lo más oportuno y trascendental.

La fortuna, sin embargo, no parecía haber comenzado a obsequiarse de la forma más adecuada. El bar estaba de bote en bote y el servicio andaba desesperadamente atareado. Finalmente, cuando la paciente espera obtuvo su recompensa, pidió una comida a base de ensalada vegetal y huevos revueltos con jamón, más pensando en terminar cuanto antes que en disfrutar de la misma. Hasta el gourmet menos exigente habría deseado salir de allí lo más pronto posible. Pier había imaginado para aquella comida un ambiente más íntimo, más tranquilo y sosegado, (tal y como conservaba en la memoria su última visita a aquel sitio) propicio, en definitiva, para una anhelada coincidencia, para el pequeño milagro de un encuentro casual que, desde luego, en aquel estado de cosas jamás había de producirse, desgraciadamente. Comenzó a sentirse irritado ante tal perspectiva.

Pero el destino, que tiene dos maneras de herirnos: negándose a nuestros deseos o cumpliéndolos, había echado ya sus cartas y Pier iba pronto a conocer su suerte.

En un breve instante en que levantó la vista de la comida y miró hacia la calle, sus ojos bien entrenados en el arte de no perderse detalle, fueron a cruzarse con otros que le contemplaban entre sorprendidos y alegres. Una mujer, cargada con un bolso de paja trenzada repleto de viandas, cruzaba la calle justo a la altura del ventanal. Miraba con cierto aire de turbación y asombro a Pier y venía a su encuentro.

Desconcertado, Pier se levantó apartando ruidosamente la silla. Algunas personas se giraron curiosas, otras descaradamente dejaron de hablar y miraron atentamente. Pier se quedó de pie, clavado en su sitio, con el tenedor todavía en su mano izquierda viendo como aquella mujer de tez morena y formas sensuales se plantaba frente a él y con una sonrisa fresca y afectiva le saludaba:
—Pier, ¡vaya sorpresa!
—Claudia. Estás… estupenda.
"Tantos años, media vida soñando con ese momento y tan solo había acertado a decirle que estaba estupenda —se maldijo Pier—. Mas tarde reirían los dos, divertidos recordando la cara de tonto que se le había quedado a Pier mientras la saludaba de manera tan vulgar.

Pier, dandose cuenta de que aún llevaba el cubierto en su mano, esbozó una tímida sonrisa y dejandolo encima de la mesa se acercó a ella y la besó en la mejilla. La fragancia de Lavanda lo envolvió provocandole una sensación de vértigo que no había sentido en muchos años. De nuevo se vió transportado a un pasado que se resistía, en presencia de aquella mujer, a ser lejano.

Claudia estaba verdaderamente radiante. Llevaba el pelo recogido en un pañuelo de tonos azules, algo más rubio de lo que recordaba, sin duda por efecto del sol de verano, y sus ojos brillaban con una intensidad cuya causa Pier no osó atribuirse. En aquel rostro eminentemente femenino que siempre había cautivado a Pier, el paso del tiempo había decidido rendir tributo a la belleza, y preservarlo de cualquier deterioro. Sin duda, a sus treinta y seis o treinta y siete años seguía siendo una mujer joven, pero asombrosamente parecía haberse plantado en los veinticinco. Esa impresión se veía reforzada por el estilo informal en que vestía sus gastados vaqueros y camiseta y calzado deportivos.

Habían permanecido en silencio unos segundos incómodos, que más habían parecido horas, cuando al fin ella habló:
—Bueno cuentame, ¿que te trae por aquí?
—Trabajo. —fué lo primero que se le ocurrió— Voy a estar pintando este lugar durante algún tiempo.
Pier se atrevió a mirar directamente a los ojos de Claudia y quiso adivinar en ellos un mal disimulado brillo de alegría. Quizás tan sólo lo deseó.
—Eso es estupendo —sonrió Claudia—. Según creo te ha ido muy bien últimamente.
—Bueno, la verdad es que al final no me ha tratado demasiado mal la vida.
—Venga, ¡no seas modesto!… Estaba segura de que lo conseguirías.
—Pues debías de ser la única. —sonrió un tanto forzado Pier.

La verdad es que no había recibido nunca demasiado apoyo ni confianza por parte de la gente que le rodeaba. Más bien al contrario encontró muchas trabas y obstáculos en su carrera hacia el éxito. Los comienzos en cualquier empresa que se acomete son difíciles y extremadamente duros en la mayoría de los casos, pero en el ámbito artístico suele serlo más, ya que el éxito del artista depende en en su totalidad de la opinión de críticos y entendidos en arte. Un día se es un perfecto desconocido y al siguiente una rutilante estrella, con tan sólo el apoyo de un empresario, un promotor, un mecenas o llámesele como se quiera. En el caso de Pier, la carrera había estado llena de obstáculos precisamente por la ausencia de aquella figura imprescindible. Él mismo había sido su propio promotor, su propio agente comercial y en más de una ocasión, su propio galerista. También había ejercido de agente publicitario, ya que venía de trabajar en publicidad cuando comenzó a exponer y a vender. Todos esos momentos difíciles, de lucha constante y extremada dureza le venían a la cabeza cuando alguien le hablaba de lo bien que le trataba la vida.
—¿Has venido con Paula? —preguntó inesperadamente Claudia, dejando un tanto sorprendido a Pier, que alzó de nuevo la mirada hasta aquellos ojos verdes, de una profundidad y nitidez abrumadoramente misteriosa.
—No, no… he venido solo. —titubeó no sabiendo si continuar explicandose o dejarlo así, en aquella incertidumbre—. Lo cierto es que estoy solo desde hace algún tiempo. —acertó a manifestar.
—Vaya… pues ya somos dos los que estamos solos. —explicó Claudia con un gesto melancólico— Hector está en Barcelona…también por algún tiempo. —sonrió Claudia, consciente de estar dando las aclaraciones que Pier deseaba escuchar.

En realidad, Claudia sabía perfectamente que Pier estaba solo desde hacía más de tres años. Una celebridad como lo era él ahora, no podía evitar que su vida privada se hubiera convertido en pública. Así que al igual que ella, todos los aficionados a los programas culturales y a las revistas del corazón, sabían que Pier Luigi Moré estaba divorciado y que había perdido la custodia de sus dos hijos, como consecuencia de una acusaciones formuladas por su ex-mujer y no desmentidas nunca por él. Al menos públicamente.
—Se me ocurre una idea…—prosiguió Claudia—. Ya veo que estás comiendo…
—Si, así es, estaba…
—¿Por qué no vienes a mi casa a tomar el café? —le interrumpió— Aquí lo hacen muy malo.
Ahora Pier sintió que era a él a quien se le iluminaba la cara. Aquello era más de lo que había esperado que sucediese. ¿Que si quería ir a su casa a tomar café? ¡Pero bueno, qué pregunta!
—Bueno, no se si…—se resistió simuladamente.
—Mi madre está conmigo en casa, así que… no temas, no te ocurrirá nada. —bromeó.
—Está bien, de acuerdo. Si es así estaré mucho más tranquilo. —aceptó.
—¡Estupendo! —exclamó Claudia visiblemente complacida— Cuando termines de comer te pasas por allí. ¡Ah, por cierto! ¿recuerdas donde és?
—Mejor de lo que te imaginas.
Claudia pareció sorprenderse, más por el tono en la voz de Pier que por la respuesta.
—¡Estupendo!—repitió— entonces hasta luego.
—¡Hasta luego! —la despidió Pier levantando la mano y viendo cómo la mujer se alejaba calle abajo con el bolso de paja entre sus brazos y moviendo las caderas con una cadencia exhuberante, grácil y femenina.

Pier permanecía de pie, inmóvil junto al ventanal, instantes después de que Claudia hubiera doblado a la derecha por la calle que conducía a su casa, y hubiera desaparecido de su vista. Continuaba viendola ante él, con aquella sonrisa fresca y sincera, y seguía oyendo el eco de su voz almibarada y dulce, mientras se sentía flotar entre las embriagadoras brumas que la habían traído hasta él. Y no fue sino la ruidosa cacofonía del local lo que le devolvió los pies a tierra, diluyendo repentinamente la nube vaporosa sobre la que se hallaba.

Se sentó de nuevo a la mesa pero ya no sentía el menor interés por la comida. Estaba lleno, lleno de aquel momento sublime, sencillamente maravilloso e inesperado que acababa de vivir. Y aún estaba lo mejor por llegar, pensó, pues nunca había visto a Claudia mostrar tanto interés por él, con aquella alegría en sus ojos, intensamente verdes y transparentes, que siempre le habían inspirado un desmesurado respeto y le habían parecido fríos y distantes. También se le ocurrió pensar que tal vez estaba lanzando las campanas al vuelo sin motivo alguno, ya que, a veces, el deseo se convierte en enfermizo y nos hace creer que vemos cosas donde no las hay. Decidió continuar manteniendo los pies en el suelo y dejar que los acontecimientos fluyeran por el cauce que había comenzado a formarse momentos antes. Un cauce esperanzador.

Para hacer algo de tiempo, puesto que la comida no había podido ni tocarla, dió un paseo hasta las afueras siguiendo la calle mayor y llegando hasta los álamos que anunciaban la llegada al pueblo. Mientras volvía sobre sus pasos trataba de imaginarse la secuencia de los hechos que ocurrirían al volver a encontrarse con la madre de Claudia. Lo miraría de arriba a bajo, desdeñosamente y acusandolo, sin duda, de haber destrozado la vida de una mujer, Paula, y de dos maravillosos niños, que ella tan sólo había conocido de pasada. Pero debía de ser tolerante y lo más paciente posible. No iba a permitir que la presencia de aquella señora, contra la que, por otra parte, no tenía ningún motivo de queja por el momento, arruinara el sueño que yá había comenzado a realizarse.

Cuando Pier pulsó el timbre de la puerta de Claudia, se preguntó si no habría llegado demasiado pronto. Sintió un leve temblor en las rodillas, y se maldijo por ser tan estúpidamente infantil.

La puerta tardó en abrirse, pero finalmente lo hizo, con el suave gemido de las viejas puertas de madera añosa y goznes antiguos. Claudia sonreía al abrigo de la penumbra que envolvía el interior de la casa. Le invitó a pasar, sonriendole afectuosamente y le condujo hasta el comedor donde su madre, una mujer que todavía conservaba la misma belleza y altivez que había legado a su hija, le esperaba con el semblante alegre y relajado.
—¿Que tal Pier? —le saludó cordialmente— Ven, sientate a la mesa mientras preparo el café.
Pier quedó un tanto sorprendido ante aquel recibimiento tan distinto del que esperaba.
—Ha pasado mucho tiempo.—le dijo al pasar junto a él, camino de la cocina.
—Si. —contestó secamente.

Miró a Claudia que se había adelantado y estaba retirando los platos de la mesa para servir el café, y por un momento pensó en lo extraño del comportamiento de aquellas dos mujeres, del suyo propio. Estaba viviéndolo como si de una película se tratase, como si realmente no le estuviera ocurriendo aquello a él. Sin duda estaban tratando de hacer que se sintiese a gusto, y en cambio, la sensación que se apoderaba de él era de incomodidad.

Salió Rosa, la madre de Claudia, con una bandeja donde traía tres tazas de porcelana blanca con sus platitos y cucharillas, el azucarero a juego, y un cazillo con leche caliente.
—Bien, ¿y a qué se debe el honor de tu visita? —preguntó la mujer dejando la bandeja sobre la mesa.
Pier no sabía con certeza a qué visita se refería la rubia señora, si a la del pueblo o a la de su casa, así que trató de quedar bien de todos modos.
—Pues la verdad… me apetecía mucho ver a los viejos amigos, los lugares que tengo todavía grabados en la memoria. Por otra parte tenía que preparar una exposición —mintió a medias— así que se me ocurrió juntar las dos cosas.
—Pues no se si ya te habrá dicho Claudia que Hector no está. Bueno, en realidad nunca está.
Claudia miró furiosa a su madre. Pier, sin dudarlo, contestó:
—Vaya, no tenía ni idea, —volvió a mentir, lo cual ya se estaba convirtiendo en una costumbre— tenía pensado…
—Ha venido a pintar, mamá. —le echó un cable Claudia. La mujer, que salía de la cocina con la cafetera echando un furioso chorro de humo blanco y sibilante, miró a su hija de soslayo con una sonrisa maliciosa en su cara.
—Así es, —confirmó Pier, contento por que Claudia hubiera acudido en su ayuda— sobre todo he venido a trabajar.
—Claro. —asintió sonriente Rosa mientras comenzaba a servir el café. Pier quiso adivinar en la mirada de aquella mujer a la que parecía no escaparsele nada, una actitud de tolerancia y condescendencia. Parecía querer darle el beneplácito, una invitación aquiescente. Sin embargo, y a pesar de las enormes ganas que le entraron a Pier de indagar, de intentar sonsacarle más de un detalle de la vida de su hija, obviamente mantuvo un más que prudente silencio. Los tres cogieron sus tazas y tras un mudo brindis disfrutaron del excitante líquido.
—¿Ya has pensado qué vas a pintar? —se interesó Claudia.
—Si, claro. Esta mañana he estado tomando apuntes arriba, en el castillo. Seguramente mañana comenzaré a pintar.
—Debe ser increíble, —Claudia le miraba absorta— mirar a cualquier sitio y plasmarlo en un lienzo. Lo que ves y lo que sientes.
—Dime Pier, —empezó a decirle Rosa pausadamente, deteniendose a buscar las palabras más apropiadas— ¿cómo se entiende que la gente pague tanto dinero por tus cuadros?
Claudia miró reprobadoramente a su madre, recriminándola por aquella pregunta que le pareció inpertinente. Pier se dió cuenta y sonrió elegantemente, no pensaba dejarse influir por aquella señora a la que todavía no había podido clasificar.
—En realidad no se paga tanto dinero por mis cuadros. Al menos eso creo yo.
—Sin embargo se venden mucho ¿no es cierto?
—Así es, por suerte se están vendiendo muy bien. —contestó Pier sin ningún interés por seguir la conversación. Una vez más, Claudia acudió en su ayuda, viendo que la actitud de su madre no tenía visos de cambiar a mejor.
—Venga, terminate el café y salgamos a dar un paseo. Quiero enseñarte un sitio que no conoces y que te puede interesar para pintarlo.
Aquella idea agradó sobremanera a Pier, que ni siquiera esperó a terminar su café. Se levantó, se despidió de Rosa agradeciéndole la invitación y salió a la calle detrás de Claudia.
—Disculpa por lo de mi madre, —fue lo primero que dijo cuando cerró la puerta tras de sí—…no es que no le caigas bien, es simplemente que…
—No tienes que disculparte, —la interrumpió Pier con un tono de voz tranquilizador— me he tenido que ir acostumbrando a que la gente me juzge más por lo que dicen de mí los medios de comunicación que por cómo soy realmente. Lo cierto es que cuando eres un personaje público, todo el mundo parece tener el derecho de hablar sobre tí, decidir si eres esto o aquello y de clasificarte poniendote etiquetas a su antojo. En ocasiones resulta divertido escuchar las estupideces que llegan a inventarse, pero la mayoría de las veces aburren y prefieres no enterarte de nada.
—Debe ser dificil. Me refiero a ser famoso, a que no te dejen en paz y todo eso.

Caminaban por detrás de la casa, hacia un camino de tierra que los adentraría en un pequeño bosquecillo de pinos que crecía junto a un arroyuelo serpenteante y poco profundo. Claudia andaba ligera, con las manos cruzadas a la espalda y mirando las puntas de sus zapatillas blancas. Pier, con las manos en los bolsillos, miraba distraido hacia las lejanas montañas que se perdían hilera tras hilera en el horizonte.
—Bueno, sólo puedo hablarte de mi caso. La relación entre artistas, entre famosos, raramente llegan a ser íntimas o de amistad verdadera, así que pocas veces llegas a conocer cómo son realmente. Para mí, desde luego, fue un cambio muy brusco, tanto por repentino como por inesperado. Pero es como todo… uno se acostumbra.

Claudia intuyó, por el tono de su voz, que Pier se sentía incómodo hablando de su fama.
—No te gusta hablar de ello, ¿verdad?
—Es que la gente no ve nunca más allá de lo que lée en las revistas —dijo tras una pausa— o lo que les muestran en la televisión. Nada les preocupa. Nadie se molesta en profundizar, en tratar de conocerte de verdad. Y no todo resulta ser tan agradable ni tan maravilloso como en apariencia és. Para mí no ha sido ni és tan fácil el camino, y han habido muchos momentos críticos. Eso nadie lo vé, y esa circunstancia ha hecho que llegue a sentirme cansado y muy solo…en muchas ocasiones.

Pier se detuvo. En el interior sombreado del bosquecillo, una suave y fresca brisa le acariciaba agradalemente. Claudia avanzó un par de pasos y se giró mirandolo con esa eterna sonrisa dibujada en sus labios carnosos y sensuales. El leve viento mecía su melena ahora suelta y ella apartaba maquinalmente una greña que se empeñaba en aparcar en su frente, con un gesto espontáneo y femenino. Una irrefrenable e inconsciente necesidad de hablar de sí mismo había surgido descontrolada de su interior, y alentada por la compañía de Claudia había hecho que quizás estuviera desnudando su intimidad con demasiada ligereza.
—Pregunto demasiado. —se disculpó Claudia que parecía haber adivinado sus pensamientos.
—¡Qué dices! No, precisamente tu…—la tranquilizó Pier— eres la persona más sensata y discreta que he conocido.
—Vaya, gracias pero ¿cómo puedes saberlo si…?
—Al menos lo eras. —la interrumpió riendo y haciendola reir.

Reanudaron el paso por el sendero de tierra alfombrada por las agujas secas de los pinos, entre los árboles que formaban un pasillo con las ramas entrelazadas sobre sus cabezas. El sonido del agua corriendo alegre por el arroyo les acompañaba bajo la atenta mirada del sol, con su luz cimbreante atravesando la tupida red natural tejida allá arriba y el aroma dulzón a resina recalentada. Claudia se acercó trotando con una gracia casi infantil hasta el borde del arroyo, y sentandose en una piedra de gandes dimensiones, se descalzó e introdujo sus pies desnudos en el agua. Pier la contemplaba extático y pudo notar su estremecimiento por el contraste de su piel cálida con el agua helada. Era la misma mujer que llevaba tratando de impedir que se borrara de su memoria desde hacía más de quince años. Aquella joven yá madura, sensata, elegante y distinguida seguía siendo la misma. Daba la sensación de que nada había cambiado en ella. Muy al contrario, el paso del tiempo parecía haber agudizado todas aquellas virtudes, resaltando todavía más su hermosura y femineidad.

En un momento en que Claudia se giró hacia él, Pier aprovechó para preguntarle:
—¿Que hay de ese sitio que me querías enseñar? —miró alrededor inquiriendo si se trataba de aquel en el que se encontraban.

Claudia amplió su permanente sonrisa, haciéndola todavía más bella, y apoyó la barbilla en sus rodilas. Había sacado los pies del agua y se acariciaba los finos tobillos como para hacerlos entrar en calor. Después miró con un brillo cómplice en sus verdes ojos a Pier.
—En realidad podría ser este el sitio.
—Entiendo. —sonrió algo turbado Pier.

Claudia pareció dudar antes de seguir hablando. Se quitó un pañuelo en tonos azules que llevaba en la muñeca a modo de pulsera y lo anudó por detrás de su cabeza haciéndose una perfecta cola de caballo. Pier reconoció el pañuelo que ella llavára cuando coincidieron en el bar.
—Parece que hiciera mil años que te fuiste.

Pier tardó en contestar. Seguía teniendo miedo a que todo fuera damasiado rápido. No quería que aquel mágico momento terminara.
—No estuve nunca muy seguro de querer regresar.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó intrigada.

Pier desvió su mirada de aquellos ojos transparentes y penetrantes que le podían.
—Creo que siempre me dió miedo.
—¿Miedo?
—Si, miedo, pánico, terror, o algo así.
—No entiendo. ¿Por qué? ¿A qué?
—¡Vaya!. Hubiera preferido que sí lo supieras. Que lo hubieras sabido… o al menos imaginado.

Claudia clavó sus ojos en los de Pier, que se esforzaba por no volver a desviar la mirada, mientras se preguntaba si aquel silencio y aquella mirada se deberían al doble sentido de sus palabras o a que realmente no lo podía entender. Ante tal duda, prefirió no arriesgar demasiado el primer día y dejar que todo fluyera por cauces más naturales.
—Tu no me has contado nada de tí, ¿cómo te va? —le preguntó tratando de hacer camino por otro lado.

Claudia parecía estar pensando todavía en la última frase de Pier, y la sonrisa que le dedicó antes de contestarle, tomó un matiz un tanto melancólico.
—Bueno, creo que no tengo queja.
—¿Sólo lo crees?
—Lo afirmo. No tengo queja.
—Bien, me alegra oirte decir eso, —mintió— aunque en realidad, tu nunca has tenido queja.
—Tampoco es eso. Soy una persona normal y corriente, también tengo mis problemas.

Se produjo un nuevo silencio significativo. De pronto Pier se sorprendió a sí mismo diciéndole:
—Me gustaría saberlo todo de tí.

A Claudia también le pilló por sorpresa aquella atrevida y descarada declaración.
—¿Cómo? —acertó a decir.
—Verás, siempre me diste una sensación de hermetismo y de misterio con tu vida privada que todavía hoy se mantiene. En realidad no sé nada de tí, nada en absoluto, y teniendote ahora tan cerca me da la impresión de que eres dueña de una existencia interior a la que me gustaría poder acercarme. Debes de tener mucho que contar.
—¿Y ese repentino interés?
—¡Repentino!… No puede llamarse repentino a veinte años de paciente espera. —hizo una pausa para recobrar la compostura que estaba a punto de perder— Recuerdo, estando a solas los dos el día que te convencí para que me acompañaras a ver aquella exposición de Andy Warhol en el IVAM, que después, en una cafetería del centro, yo hablaba por los codos de mis ideas, de mis proyectos, de mí, y tú escuchando atenta y pacientemente. Pero no recuerdo una situación a la inversa, no había quién te hiciera hablar de tí misma.
—Es cierto eso que dices. Pero lo que tú contabas resultaba interesante, tantos planes, tanta ilusión por hacer algo verdaderamente importante nada tenía que ver con la vida que a mí me había tocado en suerte, aburrida, monótona e insulsa y desprovista del menor interés.
—Creo que eres injusta contigo misma. Deberías dejar opinar a los demás. Me gustaría ser yo mismo quién decidiera si tu vida me resulta aburrida o divertida.

Claudia lo miró sinceramente conmovida por aquella demostración tan sugestiva de afecto.
—De acuerdo, —le dijo levantandose— puede que tengas razón, pero te aseguro que nada de lo que yo te pueda contar sobre mí te va a resultar interesante.
—En cualquier caso me gustará oirlo.

Ambos se miraron sonriendo. Eran dos viejos amigos y a la vez dos perfectos desconocidos. Poco sabían el uno del otro, y una densa carga emocional flotaba en el ambiente, tejiendo una fina tela de araña que los mantenía próximos en la distancia.
—¿Volvemos? Se ha hecho un poco tarde.—propuso Claudia calzandose las zapatillas de lona blanca.

De regreso hacia la casa de Claudia, Pier se preguntaba una y otra vez si no habría ido demasiado lejos en tan breve espacio de tiempo. Quería dejar una puerta abierta, o al menos preparada para una posible retirada a tiempo. Se prometió hacer un examen de conciencia y de los hechos acaecidos aquella tarde en cuanto llegara a su casa.

Eran cerca de las seis y media cuando Pier llegó a la vieja casa, antigua posada del pueblo en tiempos remotos. Tanto las calles medievales, con sus pavimentos de piedra, angostas y escarpadas, como aquella casa misma en la que iba a pasar algún tiempo, le transmitían buenas vibraciones que, pensó, le iban a permitir “entrar en trance”, como él llamaba al simple acto de ponerse a trabajar, que realmente era de lo que se trataba. Así que, sin más demora, pasó por la ducha fría de rigor y se puso manos a la obra.

Comenzó manchando sobre el boceto del plano general del castillo, visto desde las ruinas, que previamente había pasado a una tela de 150 por 130 centímetros. Los colores comenzaron a fluir con soltura y sabia precisión, de tal forma que, en algo menos de cuarenta minutos tuvo el cuadro casi terminado. Decidió dejarlo reposar y revisarlo el día siguiente, con la luz bondadosa del mediodía, el mejor momento, según él, para contemplar una obra a punto de ser terminada. Examinó la pintura alejandose primero tres metros hacia atrás, con las manos en la espalda buscando, sin mirar, el pilar que sabía allí cerca. Lo tocó con las llemas de los dedos y descansó la espalda en él. Entrecerró los ojos para lograr una mayor nitidez, ladeó la cabeza contemplativo a uno y otro lado. Allí, detrás de la torre, había algo que le desagradaba. Echó la cabeza para atrás hasta apoyarla en el frío cemento y torciendo ligeramente el gesto frunció el ceño molesto con el descubrimiento de lo que él consideraba como un error técnico, en este caso cromático. Un cúmulo de nubes cobraba demasiado protagonismo por un exceso de azul prusia, contrastando exageradamente con los grises predominantes del cielo. Donde un ojo experto tan sólo habría visto un cielo grandioso cubierto de nubes de tormenta, magistralmente pintado, Pier experimentaba la angustia de lo inperfecto y la irrefrenable necesidad de buscar el error y corregirlo. Rectificar era una palabra que Pier hubiera hecho desaparecer gustosamente de los diccionarios, y algo a lo que odiaba profundamente recurrir.

Se acercó en dos zancadas y cogiendo una espátula de pelo de marta difuminó los contornos demasiado agresivos, rebajando a la vez la intensidad de los azules fundiéndolos con los grises. Volvió a su observatorio del pilar, entornó de nuevo los ojos y…¡Ajá!, aquello estaba mucho mejor.

Una y otra vez, a lo largo de todos los años dedicados a la pintura, yá como profesional, continuaba sintiendo una inquietante perseverancia a dejar terminados los cuadros en cuestión de horas (había llegado a pintar tres y cuatro obras en una jornada de ocho a diez horas), cuando pensaba que, al menos en algunas ocasiones, eran merecedoras de haberles dedicado más tiempo. No podía evitarlo, la fuerza interna y descontrolada que lo impulsaba a pintar le desbordaba, y en un momento dado, funcionaba independiente de él. Simplemente era incapaz de ponerle freno a su creatividad y a su afan por plasmar todo su ingenio y su imaginación tal y como le iba surgiendo, espontáneamente.

Le habían aconsejado repetidas veces que se dejara llevar —así como hacía— y que no se preocupara en absoluto por el tiempo invertido, que a nadie le importaba, sino por el resultado de la obra. Y evidentemente, éste había sido siempre sobradamente satisfactorio. Pero a su alter ego, su yó artista, sí le inquietaba pensar que unas horas, incluso unos minutos más de trabajo sobre la tela, habrían mejorado el resultado sustancialmente. ¡No tenía remedio!

Antes de extinguirse los últimos rayos del sol de poniente, aprocechó la luz existente para colocar sobre el caballete otra tela de 70 por 100 centímetros, y con los colores preparados para el cielo del anterior cuadro, manchó sobre la vista del campanario con los tejados del pueblo de fondo.

Como fuera que la luz iba tornandose en penumbra y el día había sido sobradamente productivo, decidió dar por concluida la jornada. Cenó frugalmente mientras veía el telediario de la noche y sin más preámbulos se metió en la cama y cayó rendido en los brazos de un profundo sueño. No había habido tiempo ni más fuerzas para exámenes de conciencia. Pier no había ni pensado en ello, pero hasta el día siguiente no caería en la cuenta.

A no mucha distancia de allí, mientras Pier daba comienzo a la fase onírica más reveladora y sugestiva, enriquecedora pero efímera; su sueño, Claudia por el contrario se resistía a dejarse vencer y luchaba, rememorando una y otra vez los increíbles acontecimientos vividos aquel día para mantenerse despierta, pues temía que si finalmente se dormía, podría ser que al despertar al día siguiente todo hubiese sido fruto de un despiadado sueño.

Se sentía todavía excitada al recordar con qué audacia y falta de pudor había irrumpido en el bar Castro, después de haber recorrido todo el pueblo con la falsa excusa de hacer la compra, y de haberlo encontrado, cómo no, sentado tranquilamente a la mesa disfrutando de la comida. Las fuentes informativas de “radio macuto” funcionaban a las mil maravillas las veinticuatro horas del día en aquel pueblo, así que había tardado bien poco en saber de la presencia allí de su viejo amigo, en realidad, al día siguiente de su llegada, y concretamente en la carnicería de Pura. No se hablaba de otra cosa que del nuevo inquilino de la Eulalia, un tal Pierre nosequé, artista; un pintor de fama mundial. Su primera reacción había sido de alegría. Poder volver a ver a su antiguo amigo de la pandilla, ¡y convertido en una celebridad! Sin embargo se preguntaba qué sería lo que le había traído al pueblo tantos años después. Tenía noticias de su separación años antes, en realidad sabía de él todo lo que los medios de comunicación habían dicho de Pier, pues desde que llegaron las primeras referencias de su éxito en la publicidad primero y en la pintura después, no había dejado de seguirle el rastro a aquel que había tenido por amigo poco tiempo atrás. No todo el mundo podía presumir de haber tenido por íntimo a un personaje célebre.

Se le fueron ocurriendo algunas razones por las que Pier podía haberse interesado por visitar el pueblo, pero las fue descartando una tras otra por inconsistentes, todas salvo la que obviamente hablaba de trabajo. Sin embargo, escondida entre los pliegues más íntimos de su corazón creyó, o quizás deseó inconscientemente, ver un motivo más sentimental.

Claudia era una mujer, como Pier la había calificado, sensata y discreta, y eso hacía que le faltara el orgullo y la vanidad suficientes para dar fe a aquella pequeña y secreta fantasía. No se consideraba tan valiosa como para ser centro de la atención de nadie. Sin embargo, durante su relación de amistad con Pier, siempre había jugado a adivinar cual sería el interés que podía acercarle a ella. Algo más profundo de lo meramente físico, a la amistad en sí. Lo cierto, por encima de lo que pensara ella, es que Claudia siempre había despertado una atracción física —tanto en hombres como en mujeres— innata en ella y que más le había producido molestias y embarazo que satisfacciones.

Cobijada en la penumbra de su habitación, sólo rasgada por los tenues rayos de la indiscreta luna, Claudia sonreía turbada pensando en ello. Pensando en Pier. Le vino a la memoria un día de mercadillo, un diciembre gélido y gris con su prima Montse que por aquel entonces salía con Jesus, amigo de la infancia de Pier, hablando de los chicos de la pandilla mientras examinaban una vieja lámpara de láminas de bronce y cristales de colores tallados. “Pier está coladito por tí”, le había dicho su prima. Recordaba perfectamente la sensación de calor subiendole a las mejillas, mientras la hacía callar y se echaban a reir las dos. Llevaba casada año y medio con Hector y a pesar de que no todo estaba saliendo como ella había soñado, seguía enamorada de él, y la inquietó sentir complaciencia por aquella confirmación de algo de lo que siempre había tenido algo más que sospechas. Al principio de conocerlo no había sentido una atracción especial por Pier, al menos físicamente. Sin embargo poseía ciertas características que lo hacían muy particular, y que ella parecía saber apreciar más que nadie dentro del grupo. Desde el momento en que percibió aquel lado desconocido de Pier empezó a nacer en ella un interés especial por las cosas que hacía, que decía que hacía, que decía. Era cinco años mayor que ella pero la diferencia de edad no se correspondía con la mentalidad, —demasiado infantil a veces— ni con la falta de madurez de que constantemente hacía gala y que tanto desquiciaba a Paula. Era un comportamiento que aunque no aprobaba, Claudia creía comprender en una persona especialmente creativa y artística como Pier. No obstante siempre mantuvo ese atractivo especial que acabó sintiendo por él en el más estricto de los secretos. El tiempo le había acabado dando la razón y esa especie de esperanza y de confianza tácita que había ido desarrollando a lo largo de los años, había terminado confirmandose como una tangible realidad. Desgraciadamente —se lamentaba ahora angustiada— su educación estricta, inflexible y severa le habían impedido ni tan siquiera pensar en hacer partícipe a Pier de su apoyo y su confianza en él, en sus proyectos y en sus sueños que nunca había tomado por descabellados sino como algo muy real.

Un buen día le llegó la oportunidad de comenzar a triunfar y subirse al carro del éxito. Llegaron los compromisos y las obligaciones convirtieron cada vez más en imposibles aquellas reuniones de los viejos tiempos, con los amigos. Aquellas excursiones entrañables a ese pueblo, a esa casa. Aquellos fines de semana tan fascinantes entre sesiones fotográficas que para más de uno y de una parecían convertirse en un fastidio y en las que Pier mostraba yá un interés autenticamente profesional. ¡Que ciegos habían estado todos! En poco tiempo todo aquello que tanto les llenaba terminó y el grupo se resintió, pese a querer ocultar esta circunstancia. Ya nada iba a ser lo mismo. Las dos o tres últimas reuniones fueron más bien aburridas y carentes de todo interés. Consecuentemente la pandilla se dispersó. Ahora rara era la vez que se encontraban, y en esos casos no habían más que unas cuantas frases vacías entre saludos y recuerdos, y rápidas excusas para regresar a la vergonzosa realidad de una amistad echada a perder. Hacía más de dos años que ella y Hector no habían visto a nadie de la antigua pandilla de amigos.

Y ahora había aparecido, como por arte de mágia, el que, involuntariamente, había sido el centro de atención de todos, transformado en algo en lo que nadie podía haber ni tan siquiera soñado. Nadie más que ella… y tal vez el mismo Pier.

Experimentó de nuevo la excitación que escapaba a su control surgiendo de lo más hondo de su corazón. Una sensación que nunca habría calificado de desagradable y que sin embargo le dejaba un incómodo poso de culpabilidad. Pensó en su marido, lejos de ella, entregado de lleno a su trabajo… sonrió resignada, era la única empresa a la que sabía entregarse de lleno, a su trabajo. Sin embargo era su marido, el hombre con el que se había prometido amor eterno, y era muy cierto que lo respetaba y lo quería. Su relación con él había cambiado —¿madurado?—, el amor que los había llevado a unirse quizás ya no existiese, al menos en la misma intensidad, pero estaba convencida de quererle y sabía que el sentimiento era recíproco.
Con el ánimo más sereno su alma se apaciguó, y con la paz llegó por fin el sueño.


1 comentario:

hawkeye dijo...

Que bonito es el amor, que bello ese amor que perdura con el paso del tiempo... que no se olvida, que se fortalece pese a la distancia y los días... Es una bella historia de amor Jose, una que me hace recordar etapas de mi pasado, que me hace querer ser Pier para ver si esta vez logro conseguir aquello que hace años se escapó... Pero no deja de ser un bonito sueño no? Un abrazo!!