viernes, 18 de abril de 2008

Claudia (Capítulo 4 de 6)


CAPÍTULO CUARTO


Tal y como habían acordado, aquella mañana nuevamente fresca y nubosa, Pier se puso en contacto con su representante artístico John Sculley. Esta vez sí había madrugado. A las 6,30 de la mañana se hallaba, con una humeante taza de café con leche, contemplando bastante más satisfecho de lo habitual en él, el trabajo de la tarde anterior, con las primeras luces de un sol que pugnaba por salir de detrás de la masa difusa de las montañas y que tamizada por el filtro natural de nubes que cubrían totalmente el cielo, bañaban la superficie de la tela dando a los colores un matiz casi sensual, dentro del dramatismo que había impregnado a la pintura. Con la confianza que dá la certeza de que se está en el buen camino, había bajado al bar Castro justo en el momento en que lo abrían, para desayunar unas tostadas con pan recién hecho, mermelada de melocotón casera y leche fresca. Después había pedido línea y hablaba en un inglés fluido y sin ningún tipo de acento con Sculley:
—El trabajo va a ser bueno John, muy bueno diría yo.
—Eso no lo pongo en duda, Pier. Sólo dime, ¿para cuando?
—Eso lo sabes también. No deberías preguntarmelo.
—Pier, escúchame, —se oyó a Sculley levantando un poco el tono de su voz, como si de esa forma pudiera ser oído con mayor claridad en la distancia— me he comprometido con la Vanity Star, —hizo una teatral pausa para comprobar si aquello producía el efecto esperado— es mucho dinero, así que no he podido negarme, ¿me escuchas?
—Si, perfectamente. —sabía de la importancia de aquel compromiso, lo había entendido perfectamente, pero en esos momentos tenía en la mente asuntos para él más importantes de lo que podía ser un nuevo éxito profesional y un buen montón de dinero.
—Bien, pues la sala tiene que estar lista para el cinco de septiembre… ¿has oído?
—He oído. —contestó cansinamente Pier.
—Y bien, ¿que me dices?… No, no me lo digas. ¡Tiene que estar!… ¿Pier?
—Escucha John, no haces más que meterme en problemas. ¿Cuando me vas a dejar trabajar en paz, sin presiones? Necesito tiempo para hacer un buen trabajo, ¿eso lo entiendes?
—¡Claro que te entiendo! Es el mercado, ya lo sabes. Tenemos tiempo, no te preocupes. Ya sé que eres el más rápido…
—Yo no me preocupo, eres tú el que está preocupado. Y en cuanto a que soy el más rápido…
—Si, bueno, dime, ¿cuántos cuadros voy a tener?
—Ya estoy en ello, —contestó Pier a punto de perder la paciencia— he empezado a pintar y la cosa va bien. Ya te llamaré digamos… el jueves, ¿de acuerdo?
—¿Cómo? Bueno, pero dime, ¿cuántos?
—¡John… ya hablaremos! —casi le gritó— te llamaré el jueves. —se preparó para recibir un chaparrón de gritos enloquecidos que no llegó. Su agente era una buena persona y nunca le había faltado su comprensión en los momentos de mayor tensión. Quería abarcar demasiadas cosas, eso era todo, pero Pier siempre había sabido ponerle freno en el momento más oportuno. John Sculley era ante todo un buen tipo.
—Como quieras Pier. Llámame.
—Lo haré. Hasta el jueves.

El bar se había ido poblando de algunos hombres, dispuestos, sin duda, a comenzar su jornada de trabajo en los campos, y lo miraban con curiosidad, un tanto huraños. Sin duda le habían tomado por un extranjero. Pagó el desayuno y la conferencia y salió para su casa.

Aprovechando el fresco saludable y la luz atenuada por el cielo cubierto que más agradaba al pintor, decidió aprovechar la mañana trabajando y dejar para la tarde el momento de disfrutar de su estancia allí, y de lo que el destino le pudiera tener preparado. Y pintando volvió a encontrarse, tanto tiempo después, consigo mismo. Sintió renacer en su interior aquella identidad perdida años atrás, enterrada en el rincón más profundo, frío y oscuro de su ser. Siempre había oído hablar durante el “largo camino” de las terribles secuelas de la fama, tan lejana entonces para él. ¿Qué miedo podía provocarle aquello que le era inalcanzable? Sin embargo ahora sabía, hacía ya algún tiempo, antes incluso de que comenzaran las amenazas de Paula y las convirtiera en la desagradable realidad de su divorcio, del rompimiento, la separación de una familia, de la perdida de la custodia de sus dos seres más queridos, quizás fue por aquel entonces cuando comenzó a preveer el desastre, cuando vió claramente, como si lo hubiera leído en el libro de las verdades, que ya no era el mismo. El mismo hombre, medio niño, que tanto se hacía querer por los suyos. El mismo marido que había llegado a hacerse indispensable en su matrimonio, el mismo padre feliz de tener una familia que lo quería y apoyaba. No, no era el mismo. Había ido encerrandose inconscientemente en los intrínsecos laberintos de su propia personalidad en busca, quizás, de una especie de coraza que lo protegiera de elementos tan lejanos y agresivos como le habían ido atacando paulatinamente, despiadadamente en su incipientemente exitosa carrera artística. En realidad sintió en su propia piel el castigo implacable y arrogante de la fama, ciertamente, pero descubrió también, aunque no le sirviera de demasiado alivio, que no era él mismo quien cambiaba voluntariamente, sino el empuje impasible de la masa extraña y ajena que lo modelaba a su antojo. Y también descubrió desencantado lo estériles que resultaban cualquiera de los intentos que inventaba para detener la marcha implacable de la plebe. Tratar de oponerse a las fuerzas del universo, cuando se alían obstinadas en alguna cruzada, por muy injusta y desleal que fuera, resultaba inútil. Pier quiso intentarlo; Don Quijote contra los gigantes-molino. La batalla fue breve, desigual y efímera, y la decepción en la resistencia dió paso a un estado de debilidad, de pleitesía que, con el tiempo, Pier asumiría transformandola lenta y costosamente en autocomplacencia y resignada confortabilidad. Era una especie de apaño trapacero, de chapuza quizás censurable pero que le permitía soportarse a sí mismo —sin demasiada convicción, es cierto— y resistir el embate continuo y abrumador de la turba sedienta de mártires, artistas o cualquier clase de víctimas. Lo veía todo ahora con la misma claridad y fluidez con la que sus manos manejaban sus armas, los pinceles. Con la rabia que dá la impotencia de ser testigo directo de un hecho injusto y estar desprovisto de cualquier oportunidad para cambiar la situación. Pero al mismo tiempo, algo dentro suyo, asomaba para llenarlo de una tan esperada como necesitada armonía, serenidad, placidez. Pasada la angustia de lo desconocido llegaba el turno de la seguridad en la certeza, de lo recientemente revelado, del inesperado hallazgo de sí mismo.

Y el saberse encontrado, después de años de extravío, lo llevó en volandas por encima de cualquier ordinaria inspiración, y pintó arrebatadoramente, enajenado en su éxtasis. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados, pues no veía por ellos, anegados en lágrimas como se hallaban, sino guiado por su alma renacida, recién liberada. Pintó durante horas, y al cabo, se encontró sin más telas, ni bastidores, ni soportes de que servirse.

Y así, cerca de las cuatro de la tarde, se vió obligado a pensar en dejarlo y atender a la llamada de su vacío estómago.

La exaltación y el delirio que le habían poseído durante las más de seis horas de agotador trabajo ininterrumpido, le habían abierto un apetito voraz y le habían dejado físicamente exhausto. Así que después de prepararse y devorar una suculenta comida a base de patatas cocidas y ragout de cordero con verduras, se tumbó en su mullida cama con el ánimo de descansar un momento. No tenía la intención de dormir una siesta que pudiera privarle de una tarde en la agradable compañía de Claudia.

El rugido desgarrador de un cercano trueno le despertó sobresaltado, dejandolo aturdido y desorientado. Las hojas de madera de la ventana golpeaban violentamente el quicio y la lluvia azotaba furiosa los cristales. Un relámpago cruzó el cielo negro llenando la habitación con su luz blanca y cruda. Pier se sentó en el borde de la cama frente a la ventana, tratando de poner un poco de orden a su cabeza. De repente, alarmado, miró su reloj de pulsera, ¡las ocho y media! ¡maldita sea!. Se había quedado dormido y una increíble tormenta se había desencadenado sobre el pueblo. Se levantó y cerró como pudo la ventana. Se quedó contemplando irritado el chaparrón que estaba cayendo sobre los tejados y el torrente de agua que bajaba por las callejuelas empinadas. Aquel imprevisto hacía del todo imposible una visita a la casa de Claudia. Por otra parte, se había hecho demasiado tarde. Se preguntó si se habría quedado esperandole… ¡En fin!, pensó, habrá que esperar a mañana para intentarlo de nuevo.

Desilusionado y enojado como estaba, se tumbó de nuevo en la cama, y pensando en Claudia y escuchando como se alejaba el sonido de los truenos, y con ellos la tormenta, se volvió a dormir.



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